Lo ocurrido el 10 de abril de 2025 en las inmediaciones del Estadio Monumental no fue simplemente una noticia trágica; fue una señal potente sobre futuros en colisión. La muerte de Martina Riquelme (18) y Mylán Liempi (12) bajo las ruedas de un vehículo policial blindado trasciende el evento deportivo para convertirse en un caso de estudio sobre las tensiones latentes en la sociedad chilena. La narrativa inicial, que atribuía las muertes a una reja derribada por los propios hinchas, se desmoronó en pocos días gracias a una filtración periodística que expuso testimonios de un atropello directo. Este giro no solo alteró el curso de la investigación judicial, sino que activó un debate profundo sobre la confianza en las instituciones, el uso de la fuerza y el lugar que ocupa la pasión popular en un espacio cada vez más regulado.
El incidente funciona como un catalizador, acelerando tendencias y forzando a la superficie preguntas que hasta ahora permanecían en segundo plano. ¿Es el fútbol un mero espectáculo o un territorio de expresión social? ¿Cómo se equilibra la seguridad con los derechos civiles en la era de la vigilancia masiva? Las respuestas que se construyan en los próximos meses y años definirán no solo el futuro de los estadios, sino también el del contrato social chileno.
Un escenario altamente probable, impulsado por la presión de organismos como la Conmebol y la demanda política de “orden”, es la consolidación del estadio como una fortaleza tecnológica. La respuesta inmediata de Colo-Colo, con la implementación del software de reconocimiento facial Cogniva, es solo el primer paso. En este futuro, el acceso a los recintos deportivos se condicionará a la entrega de datos biométricos, creando un registro nacional de hinchas no opcional, sino obligatorio. Cámaras con inteligencia artificial monitorearán en tiempo real cada asiento, analizando comportamientos para predecir y neutralizar “riesgos” antes de que se materialicen. Las prohibiciones de ingreso a los estadios, que hoy duran años, podrían volverse perpetuas y estar vinculadas a un sistema de crédito social deportivo.
El resultado sería un espectáculo sanitizado y predecible. La espontaneidad, los cánticos disidentes y la catarsis colectiva que definen la cultura de gradas serían reemplazados por una experiencia de consumo pasiva y controlada. Este modelo, si bien puede reducir los incidentes visibles dentro del estadio, no resuelve la raíz del descontento. Simplemente lo desplaza hacia la periferia, a los barrios y al espacio digital, donde la furia contenida podría encontrar nuevas y más impredecibles formas de manifestación. El estadio se volvería un espacio exclusivo para un público que acepta las reglas del panóptico, profundizando la brecha con las bases populares que históricamente dieron vida al fútbol.
Un futuro alternativo, y peligrosamente plausible, emerge si el proceso judicial por la muerte de Martina y Mylán concluye con un veredicto percibido como injusto. Si los responsables reciben sanciones menores, si la investigación se estanca o si la narrativa oficial logra reinstalar la culpa en las víctimas, la tragedia se convertirá en una cicatriz imborrable en la confianza ciudadana. Este escenario no sería una anomalía, sino la confirmación de un patrón histórico de impunidad en casos de violencia estatal, evocando ecos del estallido social de 2019.
En esta proyección, el “grito ahogado” del Monumental se transforma en un símbolo de la asimetría de poder entre el ciudadano y el Estado. La relación entre las hinchadas, especialmente las más jóvenes y populares, y Carabineros se volvería irreconciliable. Cada partido sería un potencial foco de confrontación, no por el resultado deportivo, sino como un acto de resistencia contra un sistema que consideran hostil. La desconfianza se extendería más allá del fútbol, alimentando una narrativa de abuso sistémico que podría radicalizar a una nueva generación, convencida de que las instituciones no están diseñadas para protegerlos, sino para controlarlos. El control tecnológico del escenario anterior seguiría presente, pero en lugar de generar paz, sería visto como una herramienta de opresión, legitimando la resistencia a él.
Los actores clave se enfrentan a decisiones críticas que empujarán hacia uno u otro futuro:
La tragedia del Monumental ha abierto una caja de Pandora. La tendencia dominante se inclina hacia un futuro de mayor control y vigilancia, una solución aparentemente eficiente que, sin embargo, elude las preguntas de fondo sobre la desigualdad, la violencia estructural y la legitimidad institucional. Es el camino de la contención, no de la resolución.
Sin embargo, la visibilidad del caso y la contundencia de las pruebas presentan una oportunidad latente para romper el ciclo. La forma en que la sociedad chilena procese este trauma colectivo —si elige el camino de la tecnocracia punitiva o se atreve a iniciar una conversación honesta sobre las causas de la furia— determinará si el grito ahogado de dos jóvenes se pierde en el ruido o se convierte en el eco que impulse una transformación necesaria. El futuro no está escrito; se disputa ahora, en los tribunales, en las gradas y en la conciencia colectiva.