La muerte de un Papa es siempre un sismo en la historia. Pero el adiós a Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, trasciende el luto y el protocolo. Su funeral, simplificado por su propio deseo para reflejar a un “pastor” y no a un “poderoso”, se convirtió en un espejo de su pontificado y en el prólogo de una era de incertidumbre radical para la Iglesia Católica. La imagen de líderes antagónicos como Donald Trump y Volodimir Zelensky conversando en los márgenes de la ceremonia, o las lágrimas de una comunidad de prostitutas transgénero a quienes Francisco protegió, no son anécdotas, sino señales potentes de las fracturas que el próximo pontífice deberá enfrentar.
El fallecimiento del primer Papa del Sur Global no solo cierra un capítulo; abre una contienda por el alma del catolicismo, una institución de 1.400 millones de fieles que navega a la deriva entre las corrientes de la secularización, la polarización ideológica y un nuevo desorden mundial. El trono de Pedro está vacío, y los caminos para ocuparlo revelan las profundas grietas de nuestro tiempo.
Con un Colegio Cardenalicio moldeado en gran parte por sus nombramientos, Francisco deja un legado que busca ser continuado, pero también una oposición interna que ansía una corrección de rumbo. El próximo cónclave no será una mera elección, sino una decisión estratégica sobre la identidad de la Iglesia en el siglo XXI. Se perfilan tres escenarios principales.
El legado de Francisco está marcado por su compleja relación con el poder político. Su propia patria, Argentina, es el mejor ejemplo: nunca regresó como Papa para no ser instrumentalizado por la “grieta” política. Su relación con el presidente Javier Milei, que pasó de calificarlo como “el representante del maligno” a decretar siete días de duelo nacional, encapsula la tensión entre el mensaje del Evangelio y las ideologías nacional-populistas.
El próximo Papa heredará este campo minado. Deberá gestionar la hostilidad de regímenes autoritarios, la instrumentalización de la fe por parte de la ultraderecha en Occidente y la delicada relación con China. La elección del sucesor será observada de cerca por las cancillerías del mundo, pues un cambio en el Vaticano puede alterar equilibrios geopolíticos, especialmente en temas como la migración, el cambio climático y la paz en Ucrania.
Quizás la imagen más profética del adiós a Francisco no fue la de los presidentes, sino la de aquellos que la Iglesia tradicionalmente ha mantenido en los márgenes. El testimonio de Marcela, una trabajadora sexual trans uruguaya que recibió ayuda directa del Papa durante la pandemia, es elocuente: “Él me dijo: ‘Nunca pierdas la fe, recuérdate que somos todos iguales ante los ojos de Dios’”.
Este gesto define el núcleo del proyecto franciscano: una Iglesia que se encuentra con la humanidad herida antes de juzgarla. El futuro del catolicismo depende de si su sucesor escucha estas voces. El centro de gravedad demográfico de la Iglesia ya no está en Europa, sino en África, Asia y América Latina. Estas iglesias jóvenes, a menudo más conservadoras en lo social pero radicalmente comprometidas con la justicia económica, demandarán un liderazgo que refleje sus realidades. Un Papa africano, como Peter Turkson de Ghana, ya no es una hipótesis remota, sino una posibilidad real que reconfiguraría el mapa del poder eclesial.
El cónclave que se avecina no ofrecerá soluciones mágicas. El próximo Papa, sea quien sea, heredará una institución marcada por la desconfianza, polarizada ideológicamente y desafiada por un mundo que ya no escucha su voz con la misma reverencia. La era de un catolicismo monolítico ha terminado.
El mayor riesgo es una fragmentación silenciosa, donde diferentes regiones y sensibilidades vivan su fe de maneras tan dispares que la unidad se vuelva una mera ficción. La oportunidad latente, sin embargo, es la de una reconfiguración profunda: una Iglesia menos imperial y más sinodal, que aprenda a ser verdaderamente “católica” (universal) abrazando su diversidad interna. El adiós a Francisco ha dejado el tablero abierto. Las decisiones que tomen los cardenales en la Capilla Sixtina no solo definirán al próximo líder, sino que también revelarán si la Iglesia Católica tiene la capacidad de responder a las fracturas de un siglo que apenas comienza a mostrar su verdadero rostro.