Chile envejece a un ritmo acelerado. Lo que por años fue una advertencia en gráficos demográficos, hoy es una realidad refrendada por las cifras del Censo 2024: la tasa de fecundidad ha caído a un mínimo histórico de 1,16 hijos por mujer, muy por debajo del 2,1 necesario para el reemplazo generacional. Solo el 56,6% de las mujeres en edad fértil son madres, una caída drástica desde el 71,7% registrado en 2002. Este silencio en las salas de maternidad ha comenzado a resonar con fuerza en el debate público durante los últimos meses, moviendo la discusión desde los pasillos de la academia al centro de la arena política y económica.
La conversación pública se encendió a fines de abril con la presentación del plan “Chile Renace” por parte del candidato presidencial José Antonio Kast. Su propuesta de entregar bonos directos de un millón de pesos a la madre y al recién nacido fue recibida con un escepticismo transversal. Desde su propio sector político, la senadora Paulina Núñez la calificó de “machista y populista”, argumentando que la maternidad no se decide por un cheque. La ministra de la Mujer, Antonia Orellana, reforzó esta idea, citando encuestas que señalan la tensión entre maternidad y responsabilidades laborales como la principal barrera, un problema que un bono puntual no resuelve.
Frente a la solución del incentivo económico, el gobierno del Presidente Gabriel Boric planteó un enfoque distinto. Durante su Cuenta Pública del 1 de junio, anunció la elaboración de un proyecto de ley para regular y facilitar el acceso a la fertilización asistida, respondiendo a la creciente demanda de quienes desean tener hijos pero enfrentan dificultades biológicas o económicas para lograrlo.
Sin embargo, ambas propuestas, aunque opuestas en su enfoque, corren el riesgo de abordar solo los síntomas. Expertos y analistas insisten en que el problema es más profundo. La académica Martina Yopo ha acuñado el término “infertilidad estructural” para describir un contexto donde las condiciones sociales y económicas impiden materializar el deseo de tener hijos. Este diagnóstico se apoya en factores concretos: el aumento del costo de la vivienda muy por encima de los salarios, el encarecimiento de la educación superior, la persistente brecha salarial de género que se agudiza con la maternidad (la llamada “multa por hijo”), y una escasa corresponsabilidad en las labores de cuidado, donde las mujeres aún asumen la mayor parte de la carga.
Este cambio cultural se refleja directamente en el consumo. El economista Jorge Quiroz ha evidenciado cómo la caída en la venta de pañales coincide con el auge del mercado de productos para mascotas, un indicador tangible de que los hogares chilenos están cambiando su estructura y prioridades. Lo que antes era un consumo masivo, como los productos infantiles, se perfila como un nicho.
Mientras el debate político y social busca respuestas a largo plazo, el mercado ofrece soluciones inmediatas, aunque no para todos. La crisis de natalidad ha impulsado un floreciente negocio de clínicas de fertilidad. Centros como IVI (respaldado por capitales internacionales), SG Fertility y la unidad de Clínica Meds han visto un aumento exponencial en la demanda. Los tratamientos, cuyos costos pueden oscilar entre los 3,5 y 7 millones de pesos, se han convertido en una esperanza pagada para una porción de la población.
La criopreservación de óvulos es el procedimiento de mayor crecimiento, una suerte de póliza de seguro contra el reloj biológico que muchas mujeres contratan para priorizar su desarrollo profesional o personal sin renunciar a una futura maternidad. Esta tendencia ha llevado a que algunas grandes empresas, como Mercado Libre y Walmart, comiencen a ofrecer beneficios para cofinanciar estos tratamientos, reconociendo una nueva necesidad en su fuerza laboral.
Este fenómeno expone una nueva capa de desigualdad: la capacidad de planificar la familia se vuelve, en parte, un privilegio económico. Al mismo tiempo, el sector empresarial comienza a debatir su propio rol. En paneles de discusión, líderes de compañías como CMPC y CCU han admitido la necesidad de crear entornos laborales más flexibles y con mayor corresponsabilidad, reconociendo que la cultura del presentismo y la penalización implícita de la maternidad son un desincentivo real. Sin embargo, coinciden en que las iniciativas privadas son insuficientes sin políticas públicas robustas, como una ley de sala cuna universal que no cargue el costo exclusivamente a la contratación femenina.
Dos meses después de que las cifras del Censo pusieran el tema en la palestra, Chile se encuentra en una encrucijada. La discusión sobre la natalidad ha dejado de ser un asunto privado o exclusivamente femenino para convertirse en un problema de Estado con profundas ramificaciones económicas, sociales y culturales.
El debate está lejos de cerrarse. Ha expuesto las tensiones fundamentales de un país en transición: entre el fomento de la natalidad y la falta de condiciones para la crianza; entre las aspiraciones profesionales de las mujeres y las estructuras laborales rígidas; y entre la responsabilidad colectiva del Estado y las soluciones individuales que ofrece el mercado. La cuna vacía es un hecho, pero llenarla requerirá un consenso que hoy parece lejano, obligando a la sociedad chilena a preguntarse no solo cómo nacerán más niños, sino en qué país queremos que crezcan.