A más de dos meses de que el último tren de pasajeros cruzara sus rieles el pasado 4 de julio, el antiguo puente ferroviario sobre el río Biobío permanece en un silencio imponente. A su lado, una nueva y moderna estructura de casi dos kilómetros canaliza ahora el flujo constante del Biotren, uniendo Concepción, San Pedro de la Paz y Coronel con mayor velocidad y frecuencia. El zumbido del progreso ha reemplazado al traqueteo histórico, instalando en el corazón de la Región del Biobío una postal de transición y, con ella, una pregunta fundamental sobre el valor del pasado en la construcción del futuro.
La puesta en marcha del nuevo viaducto el 21 de julio, tras dos semanas de intensos trabajos de conexión, fue celebrada por las autoridades como un hito para la modernización del transporte público regional. Sin embargo, el destino incierto de su predecesor —un gigante de acero que ha sido testigo de 135 años de historia— ha abierto un debate que trasciende la ingeniería y se adentra en los terrenos de la memoria, la identidad y el modelo de desarrollo.
La narrativa oficial, impulsada por la Empresa de los Ferrocarriles del Estado (EFE), se centra en los beneficios tangibles e innegables de la nueva obra. Con doble vía, capacidad para trenes a 100 km/h y un diseño antisísmico de vanguardia, el nuevo puente no solo duplica la capacidad del servicio de pasajeros, sino que también abre nuevas oportunidades para el transporte de carga, un factor clave para la competitividad económica de la región.
Desde esta perspectiva, el antiguo puente, inaugurado en 1889, había llegado al final de su vida útil. Su estructura de una sola vía generaba un cuello de botella que limitaba la expansión del Biotren, un servicio cada vez más demandado por una conurbación en crecimiento. La modernización, argumentan, no era una opción, sino una necesidad impostergable.
En la otra orilla del debate, se alzan las voces de historiadores, arquitectos, organizaciones ciudadanas y vecinos que ven en el antiguo viaducto mucho más que una simple pieza de infraestructura. Para ellos, es un monumento industrial, un ícono del paisaje penquista y un “testigo de generaciones”, como lo describió el propio servicio del Biotren en su emotivo mensaje de despedida. Su estructura metálica, que resistió terremotos y fue parte fundamental del desarrollo carbonífero y social de la zona, está cargada de un valor simbólico que no figura en los balances económicos.
La principal preocupación de este sector es que la falta de una definición clara sobre su futuro termine en el desmantelamiento y la pérdida irreversible de un patrimonio. Las propuestas para su reconversión en un parque elevado, un paseo peatonal y ciclista o un espacio cultural, inspiradas en proyectos de recuperación urbana de otras partes del mundo, chocan con la falta de un plan concreto y de financiamiento. La decisión, según ha informado EFE, excede sus atribuciones y recae en las autoridades regionales y nacionales, dejando al gigante de acero en un limbo administrativo.
El caso del puente sobre el Biobío no es un hecho aislado. Resuena con debates similares que se desarrollan a lo largo de Chile, donde la tensión entre desarrollo y patrimonio se manifiesta constantemente. La discusión sobre el proyecto minero Dominga en el Archipiélago de Humboldt, que contrapone la promesa de empleos con la protección de un ecosistema único, o las críticas al centralismo en proyectos de gran escala como el tren a Valparaíso, evidencian una disonancia recurrente en el modelo de desarrollo chileno.
¿Es posible concebir un progreso que integre y valore las huellas del pasado? La disyuntiva del Biobío obliga a una reflexión más profunda: la modernización no tiene por qué ser sinónimo de borradura. La capacidad de una sociedad para avanzar se mide no solo por la eficiencia de sus nuevas infraestructuras, sino también por su habilidad para dialogar con su historia y darle un nuevo significado a los símbolos que la forjaron.
El tema, por tanto, no está cerrado. Ha evolucionado de una noticia sobre obras públicas a una deliberación sobre la identidad regional. Mientras los trenes circulan veloces por el nuevo puente, el antiguo espera, silencioso, a que la comunidad decida si su historia continuará como un recuerdo nostálgico o como parte viva y activa de la ciudad del futuro.