La vertiginosa secuencia de eventos que llevó a Medio Oriente al borde de una guerra total para luego imponer un cese al fuego en cuestión de días no es el fin de una crisis, sino el prólogo de una nueva era geopolítica. Lo que hemos presenciado es la consolidación de un modelo de diplomacia transaccional que desprecia los acuerdos multilaterales y los reemplaza por una lógica de máxima presión, acción militar decisiva y paz impuesta unilateralmente. El patrón, ejecutado con precisión por la administración Trump, consistió en permitir una ofensiva israelí, intervenir directamente con una capacidad militar abrumadora —destruyendo la instalación nuclear de Fordow, hasta entonces inexpugnable— y, finalmente, declarar el fin del conflicto a través de redes sociales.
Este método, aunque efectivo para desmantelar el programa nuclear iraní a corto plazo, inaugura un paradigma donde la estabilidad global no depende de tratados, sino de la correlación de fuerzas y la voluntad de un solo actor. El futuro de la resolución de conflictos podría ahora seguir este manual: crear una crisis, demostrar una superioridad militar incontestable y ofrecer una salida que el adversario, debilitado, no puede rechazar. La pregunta que queda abierta es qué sucede cuando este modelo se aplique a actores con mayor capacidad de respuesta o en escenarios donde la victoria militar no sea tan clara.
El resultado inmediato de la desescalada es una reconfiguración drástica del poder en Medio Oriente. Israel emerge como el principal vencedor estratégico, habiendo logrado su objetivo de larga data: neutralizar la amenaza nuclear iraní, al menos por varios años. Su superioridad tecnológica y militar, respaldada por el poder de fuego estadounidense, ha quedado demostrada, consolidando su hegemonía regional.
Por otro lado, Irán se encuentra en una posición de debilidad estratégica sin precedentes. Con su programa nuclear en ruinas y su cúpula militar decapitada, el régimen de Teherán se ha visto forzado a una capitulación de facto, maquillada por una retórica desafiante y una represalia simbólica y controlada contra bases estadounidenses. Este escenario obliga a Irán a recalibrar su estrategia a largo plazo. Incapaz de competir en el plano convencional, es altamente probable que Teherán intensifique sus tácticas de guerra asimétrica: fortaleciendo a sus proxies como Hezbolá, reactivando redes de insurgencia, y potenciando sus capacidades en ciberataques y desinformación. La paz declarada podría ser, en realidad, el inicio de una guerra subterránea, más difusa y difícil de contener.
Para otras potencias regionales, como Arabia Saudita, el sentimiento es ambivalente. Por un lado, el debilitamiento de su principal rival es una buena noticia. Por otro, la imprevisibilidad de la política exterior estadounidense genera una profunda ansiedad. La lección para ellos podría ser que la protección de Washington es tan volátil como su liderazgo, lo que podría impulsar a estos países a buscar sus propias garantías de seguridad, diversificando alianzas o incluso explorando sus propias capacidades disuasorias.
Quizás la consecuencia más duradera y peligrosa de esta crisis se manifieste en el régimen global de no proliferación. El acuerdo nuclear JCPOA, basado en la diplomacia multilateral y la verificación, fue reemplazado por la fuerza bruta. El mensaje enviado al mundo es claro y paradójico: mientras que Irán fue atacado por estar cerca de obtener un arma nuclear, otros estados podrían concluir que la única forma de evitar un ataque similar es poseer un arsenal nuclear funcional y desplegado.
Este precedente podría acelerar las ambiciones nucleares de otros países. Naciones que se sienten amenazadas por potencias regionales o globales podrían interpretar que los tratados de no proliferación son insuficientes para garantizar su soberanía. A largo plazo, la destrucción del programa iraní podría, irónicamente, desencadenar una nueva carrera armamentista, no solo en Medio Oriente, sino en otras zonas calientes del planeta. La paz atómica lograda a través de la fuerza podría haber sembrado las semillas de futuras y más peligrosas confrontaciones nucleares, erosionando décadas de esfuerzos diplomáticos orientados a contener esta amenaza.
En el plano económico, la reacción de los mercados financieros ha sido de euforia contenida. La caída del precio del petróleo a niveles cercanos a los 60 dólares por barril es un alivio para una economía global que temía el impacto de un conflicto prolongado en el Estrecho de Ormuz. Sin embargo, esta calma es engañosa y descansa sobre cimientos frágiles.
La estabilidad del suministro energético mundial ahora parece depender menos de la OPEP y más de los cálculos geopolíticos de la Casa Blanca. Los mercados han aprendido que la volatilidad puede ser extrema, pero también que las crisis pueden ser orquestadas y resueltas con una velocidad desconcertante. Esto crea un entorno de incertidumbre estructural. ¿Será la próxima crisis gestionada con la misma eficacia? ¿O un error de cálculo podría sumir a la economía en una recesión? La dependencia de la diplomacia transaccional introduce un nuevo tipo de riesgo sistémico, donde la estabilidad económica global queda supeditada a la lógica de la confrontación y el espectáculo político.
El futuro que se abre tras este episodio no es unívoco. Un escenario posible es el de una pax americana transaccional, una paz frágil mantenida por la disuasión militar y la amenaza creíble de una intervención decisiva. En esta visión, la inestabilidad se gestiona a través de crisis controladas que reafirman el orden existente.
Un escenario alternativo, y más sombrío, es el de la fragmentación y la proliferación. Un mundo donde la desconfianza en el sistema multilateral lleva a los actores regionales a buscar su propia seguridad por medios militares, desatando carreras armamentistas y conflictos por delegación cada vez más violentos.
La paz declarada por Trump no es una conclusión, sino un punto de inflexión. Nos obliga a cuestionar la naturaleza misma de la paz en el siglo XXI. ¿Es la ausencia de guerra declarada, impuesta por el más fuerte? ¿O es el resultado de un equilibrio negociado y sostenible? La respuesta a esta pregunta definirá la seguridad y la prosperidad del mundo en las próximas décadas.