A más de dos meses de que una veintena de vuelos chárter provenientes de Haití aterrizaran en Santiago, la controversia inicial ha decantado en un análisis más profundo sobre la política migratoria de Chile y su rol en el complejo tablero regional. Lo que comenzó como una alerta parlamentaria sobre un supuesto ingreso masivo y descontrolado, se ha revelado como un fenómeno con múltiples capas: la desesperación de familias separadas por años, los vericuetos de una burocracia consular lenta y la organización de una comunidad para costear su propio reencuentro. Mientras la Contraloría General de la República avanza en una investigación especial sobre la legalidad de estos ingresos, la situación obliga a mirar más allá de la frontera, donde la misma crisis humanitaria haitiana provoca respuestas diametralmente opuestas.
El arribo de más de 3.600 ciudadanos haitianos entre enero y abril de 2025, de los cuales 2.350 eran menores de edad, encendió el debate en el Congreso. Desde la oposición, parlamentarios como el diputado Rubén Oyarzo y el senador Karim Bianchi levantaron la voz de alerta, cuestionando la falta de fiscalización y el financiamiento de estos vuelos, sugiriendo que podrían ser la puerta de entrada a una nueva ola de migración irregular. La pregunta central era: ¿quién paga y organiza estos viajes?
La respuesta del Ejecutivo, en voz de los ministros Luis Cordero (Seguridad) y Álvaro Elizalde (Interior), fue categórica: se trata de un proceso de reunificación familiar, amparado por la ley migratoria vigente. Explicaron que la mayoría de los pasajeros, especialmente los niños, niñas y adolescentes, son titulares de una visa de residencia temporal solicitada desde Chile por sus padres, quienes ya cuentan con residencia definitiva en el país. El Gobierno desdramatizó el impacto, calificándolo de "marginal" en comparación con los flujos de otras nacionalidades, y aclaró que el Estado no financia estos vuelos.
La realidad, como documentaron testimonios de los propios migrantes, es que la ausencia de vuelos comerciales directos entre Puerto Príncipe y Santiago —debido a los altos costos de seguros por la inestabilidad en Haití— ha forzado a la comunidad haitiana residente en Chile a organizarse. Familias como la de Guerline, quien esperó diez años para reencontrarse con su hijo, debieron reunir más de 500 mil pesos por pasaje y coordinarse con agencias privadas para fletar aviones. Este esfuerzo económico y logístico, realizado por los propios interesados, desmonta la tesis de un operativo financiado por terceros con fines ocultos, y expone las barreras que enfrentan quienes intentan migrar por vías regulares.
El debate chileno, centrado en la legalidad y el control, adquiere una nueva dimensión al contrastarlo con la política implementada por República Dominicana. Mientras en Chile se discutía sobre la correcta aplicación de la visa de reunificación, el gobierno de Luis Abinader ejecutaba una política de mano dura que ha sido calificada de "cruel" por organismos de derechos humanos.
Desde abril, las autoridades dominicanas intensificaron las redadas en barrios con alta población haitiana, como Mata Mosquito y Hoyo de Friusa en la turística zona de Punta Cana, demoliendo asentamientos y forzando retornos voluntarios. La medida más controvertida fue la implementación de un protocolo en 33 hospitales públicos para detener y deportar a mujeres haitianas embarazadas o que acababan de dar a luz, una acción que contraviene normativas internacionales y acuerdos bilaterales. Para junio de 2025, República Dominicana había deportado a más de 153.000 haitianos en lo que iba del año.
Esta divergencia de respuestas ante la misma crisis humanitaria es fundamental. Por un lado, una política de expulsión sistemática que no distingue vulnerabilidades; por otro, una política de acogida focalizada y burocrática que, aunque genera tensiones políticas internas, se enmarca en el derecho a la vida familiar. La disonancia es clara: mientras un país cierra sus puertas de forma violenta, otro las entreabre a través de un canal legal, aunque lento y costoso para los migrantes.
Ninguno de estos fenómenos es aislado. La raíz común es el colapso institucional, social y de seguridad que vive Haití desde hace más de una década, agravado tras el magnicidio del presidente Jovenel Moïse en 2021. Con gran parte de su capital controlado por bandas criminales y un Estado incapaz de proveer servicios básicos, la migración no es una opción, sino una necesidad de supervivencia.
Para Chile, la llegada de la comunidad haitiana no es nueva. La ola migratoria post-terremoto de 2010 estableció una comunidad significativa, que hoy, con estatus migratorio regularizado, busca reunirse con los hijos y cónyuges que quedaron atrás. La actual política de reunificación familiar es, en parte, una consecuencia de esa primera ola y de los lazos ya establecidos en el país.
El tema está lejos de cerrarse. La investigación de la Contraloría será clave para determinar si hubo falencias en los procedimientos de control migratorio por parte de la PDI, el Servicio Nacional de Migraciones (Sermig) y la DGAC. A nivel social, la llegada de nuevos migrantes, aunque sea de forma regular, sigue presionando los servicios sociales en comunas con alta concentración de población migrante, como Estación Central, un desafío que el propio Gobierno reconoce.
La crisis haitiana no da señales de remitir, por lo que la presión migratoria sobre la región continuará. La respuesta de Chile, atrapada entre la obligación humanitaria, la normativa legal y la presión política, seguirá siendo un termómetro de su capacidad para gestionar un fenómeno global con herramientas locales, en un continente que responde con rostros tan distintos como la acogida y la expulsión.