A más de dos meses de que el actor Juan Pablo Sáez y su exesposa, Camille Caignard, fueran detenidos en Vitacura tras un confuso incidente de violencia intrafamiliar (VIF), el eco del suceso ha mutado. Lo que comenzó como un parte policial con denuncias cruzadas —él acusando un ataque con gas pimienta, ella denunciando agresión física— se ha transformado en un caso de estudio sobre las narrativas en la era digital, el escrutinio público y las profundas grietas en la comprensión de la violencia de género y los roles parentales en Chile.
La historia ya no trata únicamente sobre lo ocurrido el 6 de junio de 2025 en un domicilio de calle Las Fresas. Hoy, la relevancia del caso radica en cómo las plataformas digitales se convirtieron en un tribunal paralelo, donde las versiones de los hechos no solo compitieron, sino que colisionaron de forma brutal, exponiendo a una menor y reflejando tensiones sociales latentes.
Tras la detención inicial y el establecimiento de una orden de alejamiento para Sáez respecto a su exesposa por 80 días, el conflicto escaló rápidamente del ámbito judicial al mediático. El actor, conocido por su icónico papel de "DJ Billy" en la teleserie Adrenalina, utilizó su cuenta de Instagram para construir una narrativa pública. Se presentó como un padre afectado, víctima de un sistema que, según sus palabras, le impedía ver a su hija. Su publicación del Día del Padre, lamentando no poder recibir el llamado de la niña, buscaba generar empatía y enmarcar el conflicto en una lucha por los derechos parentales masculinos.
Sin embargo, esta estrategia se fracturó de manera inesperada y contundente. La respuesta no vino de abogados ni de la prensa, sino de la propia hija de 12 años, quien, utilizando la misma red social, interpeló directamente a su padre: “NO SOY TU OBJETO. No quiero estar contigo hasta que sanes tu mente. No eres inocente, tengo ojos y yo vi TODO. El resto, son solo palabras”. En otro comentario, añadió: “Eres el peor papá para mí (...) No hay un solo día en el que no te hagas la víctima para quedar bien con la gente”.
La voz de la niña desmanteló en tiempo real el relato de victimización paterna. Este giro dramático fue seguido por nuevos episodios, como una posterior visita de Sáez a la comisaría por un presunto desacato de la orden de alejamiento al acercarse al colegio de la menor, un hecho que sus cercanos matizaron, calificándolo de “confuso”.
El caso Sáez expone con claridad tres perspectivas irreconciliables que coexisten en el debate público chileno:
Judicialmente, el caso sigue su curso en los tribunales de familia, un espacio lento y reservado. Sin embargo, en la esfera pública, el tema está lejos de cerrarse. Ha evolucionado de un chisme de farándula a una conversación nacional sobre los límites de la exposición en redes sociales, la credibilidad de las víctimas de VIF y, sobre todo, el derecho de los niños, niñas y adolescentes a ser escuchados y protegidos en medio de los conflictos de sus padres.
El caso Sáez deja una estela de preguntas incómodas: ¿Hasta qué punto es legítimo usar las redes sociales para litigar causas familiares? ¿Cómo se protege el bienestar de un menor cuando su propia voz se convierte en la prueba más potente del debate público? Y, fundamentalmente, ¿qué dice de nuestra sociedad que un drama familiar de esta naturaleza necesite explotar en público para que empecemos a discutir las complejas dinámicas de la violencia que ocurren tras puertas cerradas?