Hace ya más de dos meses, un pequeño dispositivo con nombre de delfín, el Flipper Zero, generó un revuelo mediático al demostrar la facilidad con que se podía vulnerar el sistema de pago del transporte público de Santiago. Lo que comenzó como una anécdota viral en redes sociales, mostrando viajes gratuitos en el Metro, ha decantado en una serie de respuestas institucionales que van mucho más allá de un simple parche de seguridad. Hoy, con la perspectiva del tiempo, el incidente del Flipper Zero se revela no como el problema en sí, sino como el catalizador que desnudó una fragilidad latente y aceleró una transformación tecnológica y de control con profundas implicancias para los ciudadanos.
La tarjeta Bip!, por años, fue el símbolo de la modernización del transporte capitalino. Sin embargo, el Flipper Zero, una herramienta de bolsillo accesible para cualquier entusiasta tecnológico, demostró que su seguridad, basada en tecnologías de radiofrecuencia (RFID) con más de una década de antigüedad, era un castillo de naipes. Expertos en ciberseguridad ya habían advertido sobre estas vulnerabilidades, pero fue la masificación de esta herramienta la que obligó a las autoridades a confrontar una realidad incómoda: la infraestructura crítica de la ciudad estaba un paso por detrás de la tecnología de consumo.
El "hackeo" no requería de un conocimiento informático avanzado, sino de la simple capacidad de emular y replicar señales. Este hecho puso en jaque la confianza depositada en el sistema y abrió la puerta a un debate que superaba con creces la mera evasión del pasaje.
La reacción de las autoridades se ha desplegado en dos frentes paralelos, revelando una estrategia integral para recuperar el control sobre el sistema de transporte.
1. El Endurecimiento del Espacio Físico: A mediados de junio, Metro de Santiago anunció la prohibición del ingreso de carros de supermercado y "yeguas" de carga. Aunque la medida se justificó como una acción contra el comercio ambulante y para mejorar la seguridad y fluidez, su implementación tras el caso Flipper Zero no parece una coincidencia. Responde a una necesidad de reafirmar la autoridad y el control sobre el entorno físico de la red, un espacio donde la vulnerabilidad digital había expuesto una percepción de descontrol más amplia.
2. El Salto al Vacío Biométrico: La respuesta más contundente llegó en julio, con el anuncio de un plan piloto en buses de la Red Metropolitana de Movilidad para implementar el pago con reconocimiento facial. Este proyecto, presentado como una solución definitiva contra la evasión y el uso fraudulento de beneficios tarifarios (como la TNE o la Tarjeta Adulto Mayor), representa un cambio de paradigma. Ya no se trata de asegurar un objeto —la tarjeta—, sino de vincular el pago directamente a la identidad biométrica de la persona. El Ministerio de Transportes lo enmarca como un paso hacia la modernización y la eficiencia, citando ejemplos en ciudades como Río de Janeiro y Moscú.
La transición de una tarjeta vulnerable a un sistema de vigilancia biométrica resuelve un problema, pero abre una caja de Pandora de nuevas interrogantes. El caso Flipper Zero, en retrospectiva, funciona como una perfecta metáfora de los dilemas tecnológicos del siglo XXI, donde cada solución de seguridad introduce nuevas y más complejas vulnerabilidades.
El Flipper Zero ya no ocupa los titulares. La vulnerabilidad de la tarjeta Bip! probablemente ha sido mitigada o está en vías de serlo. Sin embargo, la historia no está cerrada. Ha evolucionado de un problema técnico a un profundo dilema social y ético. La evasión, que fue el argumento inicial, ha servido de justificación para acelerar la implementación de una infraestructura de vigilancia cuyas consecuencias a largo plazo aún no dimensionamos.
La pregunta que queda en el aire ya no es cómo proteger una tarjeta de plástico, sino qué tipo de ciudad queremos construir. Una donde la tecnología nos brinde seguridad a cambio de una vigilancia constante, o una que busque un equilibrio más complejo entre innovación, control y libertades individuales. El delfín digital solo nos mostró la superficie; las corrientes de fondo son las que ahora debemos navegar.