A fines de abril de 2025, el funeral de Carlos Acevedo, alias “el Guatón Mutema”, no fue solo el último adiós a un conocido narcotraficante de Quilicura; fue una demostración de poder que paralizó a dos comunas de la capital, obligó a cerrar colegios y comercios, y desplegó un operativo policial sin precedentes. La caravana, encabezada por una carroza Maserati, se convirtió en el símbolo de un fenómeno que venía gestándose por años: los “narcofunerales” como actos de afirmación territorial y desafío a la autoridad. Dos meses después, el eco de esa jornada resuena en la implementación de la Ley 21.717, una herramienta con la que el Estado busca pasar de ser un espectador reactivo a un actor que impone las reglas del juego en el espacio público.
El caso de “Mutema” fue la gota que rebalsó un vaso que contenía, según cifras de Carabineros, más de 2.300 funerales de alto riesgo desde 2019, el 65% de ellos en la Región Metropolitana. Estos eventos, caracterizados por fuegos artificiales, disparos al aire y extensos velorios que alteraban la vida de barrios enteros, evidenciaron una incapacidad estatal para contener la subcultura narco. La respuesta fue la nueva ley, promulgada en noviembre de 2024 y puesta en marcha a fines de mayo de 2025.
La normativa faculta al delegado presidencial regional para calificar un funeral como “de riesgo”, basándose en informes de las policías y Gendarmería. Una vez calificado, el proceso completo, desde la entrega del cuerpo hasta la inhumación, no puede exceder las 24 horas. Además, Carabineros puede definir el trayecto del cortejo, prohibir velorios en domicilios y realizar controles exhaustivos a los asistentes. El objetivo, según el ministro de Seguridad Pública, Luis Cordero, es “dar tranquilidad a las personas” y evitar que estos ritos se usen como “un mecanismo de enaltecimiento del crimen”.
Sin embargo, la primera aplicación de la ley a principios de junio en el Biobío, durante el funeral de un miembro de la banda “Los Vejar”, mostró los matices de su efectividad. Si bien se cumplió con el traslado directo del cuerpo desde el Servicio Médico Legal al cementerio bajo una fuerte escolta, los cercanos al fallecido bloquearon una calle con neumáticos en San Pedro de la Paz, manteniendo una forma de ritual disruptivo. La ley controló el cortejo, pero no pudo erradicar por completo la manifestación de poder en el territorio de la banda.
La ley ha generado un debate que expone visiones contrapuestas sobre la naturaleza del problema:
Lejos de ser un fenómeno reciente, la consolidación de figuras como “el Guatón Mutema” tiene raíces profundas que cuestionan la narrativa de un Estado íntegro enfrentado a un enemigo externo. Una investigación de CIPER reveló que ya en 2014, el Departamento de Asuntos Internos de Carabineros indagó los vínculos entre Acevedo y un sargento de la 49ª Comisaría de Quilicura. Se acusaba al funcionario de entregar información y cobertura para la comisión de delitos. Aunque el resultado de esa investigación no es público, su existencia introduce una disonancia fundamental: la porosidad de las propias instituciones del Estado frente al crimen organizado. Este antecedente sugiere que el problema no es solo de control territorial externo, sino también de integridad interna.
La Ley de Narcofunerales se encuentra en una etapa inicial de aplicación. Ha demostrado ser una herramienta efectiva para desarticular la logística de los grandes cortejos y reducir su duración, devolviendo una cuota de normalidad a los barrios afectados. No obstante, el desafío de fondo persiste. La disputa por el control simbólico y territorial sigue vigente, como lo demostró el incidente en el Biobío. La ley es un paso significativo en la gestión de la seguridad pública, pero la discusión sobre el abandono estatal, la legitimidad social del crimen y la corrupción institucional permanece abierta, recordándonos que la batalla por el espacio público se libra tanto en las calles como en la estructura misma del Estado.