En los últimos meses, el mundo ha observado dos caras de la revolución robótica que parecieran contradecirse. En Pekín, robots humanoides compitieron en una media maratón y en un torneo de fútbol, tropezando, cayendo y requiriendo asistencia humana constante. Las imágenes, a medio camino entre el hito tecnológico y la comedia involuntaria, mostraron máquinas con la agilidad de “niños de cinco años”, según sus propios creadores. Casi en simultáneo, desde laboratorios en Estados Unidos, llegaba la noticia de un brazo robótico, el SRT-H, que extirpaba una vesícula biliar con la precisión de un cirujano, de forma completamente autónoma y tras haber aprendido observando videos de operaciones reales.
Este contraste no es una anécdota, sino la señal más clara de los futuros divergentes que la robótica autónoma está comenzando a trazar. Por un lado, la promesa de máquinas que imitan la forma y versatilidad humana; por otro, la realidad de autómatas hiperespecializados que ya superan nuestras capacidades en tareas concretas. Analizar esta bifurcación es clave para comprender cómo se reconfigurarán el trabajo, el ocio y la propia condición humana en las próximas décadas.
El avance más disruptivo no está en los humanoides que intentan correr, sino en sistemas como el robot cirujano SRT-H o el dron agrícola que, improvisadamente, rescató a niños de una inundación en Vietnam. Estos casos revelan una tendencia dominante: la automatización de la pericia.
El SRT-H no fue programado con cada movimiento; aprendió por imitación, un método similar al que usan modelos de IA como ChatGPT. Esto implica que la habilidad de un cirujano experto puede ser digitalizada, replicada y desplegada en cualquier lugar del mundo. Un hospital regional en Chile, como el de La Serena que ya explora la cirugía robótica, podría en el futuro “descargar” las habilidades de los mejores especialistas del planeta. Las implicaciones son profundas:
Este futuro no es de ciencia ficción. Es una trayectoria visible, impulsada por avances exponenciales en IA y aprendizaje automático, donde los robots no nos reemplazan como seres completos, sino como ejecutores de tareas específicas con un rendimiento sobrehumano.
La maratón y el partido de fútbol en China representan una visión distinta, más alineada con la imaginación popular, pero tecnológicamente mucho más lejana. El objetivo aquí no es la especialización, sino la generalización: crear un robot capaz de navegar y operar en entornos humanos no estructurados. Los resultados de estas competencias demuestran las monumentales barreras que persisten:
En este escenario, la integración de robots humanoides en la vida cotidiana será un proceso lento, gradual y probablemente decepcionante para quienes esperan una revolución inminente. Su impacto se limitará durante años a entornos altamente controlados como la logística o la manufactura avanzada, lejos de las calles, los hogares o los campos de juego.
No estamos ante dos futuros excluyentes, sino ante dos velocidades de una misma revolución. La automatización especialista avanza a un ritmo vertiginoso, mientras que la robotización generalista lo hace de forma incremental. El futuro plausible es una combinación de ambos, donde sistemas expertos transformarán industrias enteras desde dentro, mientras los humanoides siguen siendo un proyecto en desarrollo.
Los puntos de inflexión que podrían acelerar la convergencia de estas dos vías son claros:
Los eventos recientes, desde el quirófano hasta la cancha, no nos muestran un futuro único, sino un abanico de posibilidades. La derrota de los robots en la maratón de Pekín es irrelevante; la verdadera carrera ya ha comenzado. No se trata de una competencia entre humanos y máquinas, sino de una profunda reflexión sobre cómo diseñaremos nuestra sociedad para coexistir con una nueva forma de inteligencia no biológica. Las decisiones que tomemos hoy sobre educación, ética y política económica determinarán si esta invasión silenciosa se convierte en una era de prosperidad compartida o en una de disrupción y desigualdad.