A más de cuatro años de que el país contuviera la respiración por la desaparición del pequeño Tomás Bravo en Caripilún, Región del Biobío, el sistema judicial ha entregado su respuesta más contundente hasta la fecha: un fracaso. La absolución unánime de Jorge Escobar Escobar, tío abuelo del niño y único acusado en el juicio, no solo cierra un capítulo procesal, sino que abre una profunda reflexión sobre la capacidad del Estado para resolver crímenes complejos y entregar justicia.
El Tribunal Oral en lo Penal de Cañete no se limitó a declarar la inocencia de Escobar del delito de abandono de menor con resultado de muerte. En su veredicto, emitido a principios de julio de 2025, los magistrados fueron categóricos: la Fiscalía del Biobío no presentó prueba alguna que vinculara directamente una acción del acusado con la muerte del niño. Más aún, el fallo desnudó una serie de “irregularidades que afectaron la calidad de la evidencia”, como la falta de resguardo del sitio del suceso y la alteración de la posición del cuerpo, vicios de origen que, según el tribunal, “mermaron la posibilidad de obtener una verdad procesal”.
La historia judicial del caso Tomás Bravo es la crónica de una tesis que se desmoronó lentamente. Desde el inicio, la atención se centró en Jorge Escobar, la última persona que vio al niño con vida. Su relato, que se mantuvo invariable durante cuatro años, describía una pérdida de vista momentánea mientras atendía a unos animales. Sin embargo, fue sometido a un intenso escrutinio público y judicial, un proceso que él mismo calificó como un “hostigamiento”.
La defensa, liderada por la Defensoría Penal Pública, no solo se aferró a la falta de pruebas, sino que introdujo activamente una “duda razonable”. A través de peritajes audiovisuales de cámaras de seguridad de una empresa forestal cercana, se planteó la hipótesis de la intervención de terceros, mostrando movimientos sospechosos en la zona a la hora de la desaparición. Esta teoría, que el tribunal consideró plausible, dejó en evidencia que la investigación fiscal pudo haber pecado de una visión de túnel, concentrándose en un solo sospechoso sin explorar con igual rigurosidad otras líneas investigativas.
Mientras la causa principal se derrumbaba, una arista paralela añadía más confusión y dolor a la familia. Apenas unas semanas antes de la absolución de Escobar, se conoció que la abuela materna y un primo del menor habían sido declarados imputados en una investigación separada, a cargo de la Fiscalía de Los Ríos.
Este giro, sin embargo, no surgió de nuevas pruebas en su contra, sino de una batalla legal iniciada por la Defensoría. Al descubrir que ambos familiares estaban siendo objeto de medidas intrusivas como interceptaciones telefónicas, sus abogados exigieron que se les otorgara la calidad de imputados para poder acceder a la carpeta investigativa y ejercer su derecho a defensa. La justicia les dio la razón, pero el resultado es una familia fracturada, donde distintos miembros se ven enfrentados a la sospecha del propio sistema que debería darles respuestas.
El caso Tomás Bravo ha trascendido su propia tragedia para convertirse en un doloroso estudio de caso sobre las debilidades institucionales en Chile. La presión mediática inicial, las filtraciones, los errores periciales y la aparente incapacidad de los organismos investigadores para trabajar de forma coordinada y eficaz, han alimentado una percepción ciudadana de impotencia y desconfianza.
La pregunta fundamental, ¿qué le pasó a Tomás Bravo?, sigue sin respuesta oficial. La absolución de Jorge Escobar no resuelve el misterio; por el contrario, lo profundiza, dejando un vacío que la justicia no ha podido llenar. La investigación de la Fiscalía de Los Ríos sigue abierta, pero sin un imputado claro en la causa principal y con un historial de errores que pesan sobre el proceso, el camino hacia la verdad parece más largo e incierto que nunca.
El fantasma de Caripilún no es solo el del pequeño Tomás, sino también el de la justicia que no llega. Es una narrativa inconclusa que obliga a una reflexión crítica sobre los procedimientos, las garantías procesales y, en última instancia, sobre la promesa de verdad que el Estado hace a sus ciudadanos y que, en este caso, sigue sin cumplir.