La reciente espiral de violencia entre India y Pakistán, gatillada por el atentado del 22 de abril en la Cachemira india y culminando en la "Operación Sindoor", no es simplemente otro capítulo en una rivalidad de 75 años. Estamos presenciando la recalibración de las reglas de enfrentamiento entre dos potencias nucleares. Más allá del intercambio de misiles y la retórica belicista, son las acciones subyacentes —la suspensión del Tratado de Aguas del Indo por parte de India y el bloqueo informativo mutuo— las que señalan una transformación profunda y peligrosa del conflicto. El futuro de la estabilidad en el sur de Asia ya no se juega solo en el campo de batalla, sino en el control de los recursos, las narrativas y la tolerancia al riesgo nuclear.
El ataque indio, descrito por Nueva Delhi como una operación de precisión “no escalatoria” contra “infraestructura terrorista”, fue recibido en Islamabad como una “atroz agresión” contra civiles, con un saldo de 26 muertos. Esta disonancia narrativa no es nueva, pero el contexto ha cambiado. A diferencia de crisis anteriores, la "Operación Sindoor" se legitima en un discurso de “castigo contundente” que normaliza los ataques transfronterizos como una herramienta de política exterior, erosionando el tabú que la disuasión nuclear había impuesto durante décadas. Este precedente reduce el umbral para futuras acciones militares, haciendo que el camino hacia una guerra a gran escala sea más corto y resbaladizo.
El escenario más probable a corto plazo es una calma tensa impuesta por la lógica de la destrucción mutua asegurada. Pakistán, para satisfacer a su audiencia interna y restaurar su credibilidad disuasiva, podría ejecutar una represalia simétrica y limitada, apuntando a puestos militares o infraestructura no crítica en territorio indio. Simultáneamente, la presión diplomática de actores clave como Estados Unidos, China y la ONU se intensificará para forzar a ambas partes a retroceder.
Sin embargo, el futuro que emerge de esta desescalada no es un retorno al statu quo. La suspensión del Tratado de Aguas del Indo se mantendrá como una poderosa palanca de presión en manos de India, transformando el agua en un arma estratégica. Esto podría sentar un precedente global para conflictos en otras cuencas fluviales compartidas. La relación bilateral quedaría permanentemente en un estado de “paz incandescente”, donde las incursiones militares limitadas y la guerra económica se convierten en herramientas aceptadas, manteniendo a la región y al mundo en un estado de alerta perpetua.
Un error de cálculo podría fácilmente incendiar la pradera. Si la respuesta de Pakistán es percibida por India como desproporcionada —por ejemplo, si causa un número significativo de bajas militares o civiles indias—, el gobierno de Narendra Modi se vería presionado a escalar. Esto podría desencadenar una guerra convencional limitada, concentrada geográficamente en Cachemira y la frontera del Punjab.
Los factores de incertidumbre aquí son múltiples: la cohesión interna de los gobiernos, la influencia de los sectores más nacionalistas y la capacidad de las cadenas de mando para controlar a sus fuerzas en el terreno. Una guerra de este tipo, aunque no nuclear, tendría consecuencias devastadoras. Paralizaría las economías de ambos países, crearía una crisis de refugiados y desestabilizaría toda la región. Más importante aún, cada día de combate convencional aumentaría exponencialmente el riesgo de que uno de los bandos, enfrentado a una derrota estratégica, cruce el umbral nuclear. La comunidad internacional se vería forzada a intervenir de manera mucho más drástica, posiblemente alterando las alianzas estratégicas (¿cómo reaccionaría China, aliado de Pakistán, ante un avance indio significativo?).
Este es el futuro que nadie quiere contemplar, pero que la lógica de la escalada hace plausible. Si una guerra convencional se inclina decisivamente a favor de India, cuyas fuerzas armadas son numéricamente superiores, Pakistán podría enfrentarse a un dilema existencial. Su doctrina nuclear no contempla una política de “no primer uso”, manteniendo la ambigüedad precisamente para disuadir una derrota convencional. Un ataque nuclear táctico para detener un avance blindado indio o destruir un centro de comando clave se convertiría en una opción sobre la mesa.
La respuesta de India, que sí se rige por una política de represalia masiva ante un primer ataque, sería inmediata y devastadora. Un intercambio nuclear, incluso limitado, no solo aniquilaría millones de vidas en el subcontinente, sino que proyectaría suficientes cenizas y polvo a la estratosfera como para causar un “invierno nuclear”, alterando el clima global, colapsando la agricultura y provocando una hambruna mundial. Este escenario representa el fracaso total de la diplomacia, la disuasión y la racionalidad humana, un punto de no retorno para el orden internacional.
La crisis actual en Cachemira trasciende la geografía. Es un microcosmos de las nuevas dinámicas del conflicto en el siglo XXI. La guerra por los recursos hídricos, la instrumentalización de la información para moldear la opinión pública y justificar la violencia, y la normalización de ataques cinéticos bajo el paraguas nuclear son tendencias que definirán la geopolítica global.
India y Pakistán se encuentran en una encrucijada crítica. Sus próximas decisiones no solo determinarán su propio destino, sino que también ofrecerán una lección al mundo sobre si es posible gestionar rivalidades ancestrales en una era de tecnología letal y recursos menguantes. La pregunta que queda abierta no es si habrá una próxima crisis, sino si los mecanismos de contención, tanto internos como internacionales, serán suficientes para evitar que la frontera incandescente de Cachemira se convierta en la pira funeraria del planeta.