Hace más de un mes, en la madrugada del 23 de mayo, un vuelo proveniente de Estados Unidos aterrizó en Santiago, pero no traía turistas ni empresarios. A bordo viajaban 45 chilenos deportados, un contingente que se convirtió en el epicentro de un complejo cruce de caminos entre la política migratoria estadounidense, la seguridad nacional chilena y los derechos humanos. Hoy, con la inmediatez de la noticia ya disipada, el episodio se revela no como un hecho aislado, sino como la consecuencia visible de tensiones que venían madurando por meses y que continúan abiertas.
La llegada fue un retrato de la complejidad del fenómeno. Mientras familiares esperaban con angustia, la Policía de Investigaciones (PDI) procedía a detener a tres de los deportados que mantenían órdenes de detención pendientes en Chile por delitos como hurto, robo con violencia e infracción a la ley de drogas. Simultáneamente, otros retornados denunciaban ante la prensa haber sido tratados "como unos perros", describiendo meses de detención en condiciones precarias y un trato discriminatorio por su origen latino. Esta dualidad —ciudadanos chilenos con prontuario delictual y, a la vez, posibles víctimas de abusos— marcó el tono del debate que se instaló en el país.
La deportación de los 45 chilenos no surgió de la nada. Fue una manifestación local del "programa de deportaciones masivas más grande de la historia", impulsado por la administración de Donald Trump. Semanas antes del vuelo, el gobierno estadounidense ya había endurecido su discurso y sus acciones, justificando la separación de un niño de sus padres venezolanos por supuestos vínculos con el Tren de Aragua y calificando a esta banda como una organización terrorista.
Esta política combina el castigo con incentivos pragmáticos. A principios de mayo, el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) lanzó una controvertida oferta: US$1.000 y asistencia de viaje para quienes optaran por la "autodeportación". La medida, según Washington, era más económica que el costo promedio de US$17.000 de una deportación forzada. Este enfoque, que busca la eficiencia económica en la expulsión, se complementó con la orden de intensificar las redadas en las llamadas "ciudades santuario", demostrando que la presión migratoria es una prioridad política interna en Estados Unidos, con efectos colaterales directos para países como Chile.
Para Chile, el vuelo 45 funcionó como un espejo incómodo. Por un lado, la detención inmediata de tres connacionales confirmó la existencia de un problema real: ciudadanos chilenos que delinquen en el extranjero y que alimentan el estigma de los "lanzas internacionales". Este fenómeno ha sido la principal amenaza para la permanencia de Chile en el Programa de Exención de Visa (Visa Waiver), un privilegio que ostenta como único país de Sudamérica y que es de alto valor para miles de viajeros.
El embajador de Chile en EE.UU., Juan Gabriel Valdés, intentó a fines de abril separar las aguas, asegurando que los delitos de alto perfil —como el robo a la Secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem— no debían afectar el programa, ya que los responsables a menudo ingresan por vías irregulares y no usando el ESTA. Valdés destacó que Chile ha mejorado el intercambio de información policial, cumpliendo con las exigencias de Washington. Sin embargo, la percepción pública y política en Estados Unidos, exacerbada por estos casos, mantiene una presión constante sobre el programa. La deportación masiva fue leída por muchos como una advertencia directa, situando a la diplomacia chilena en una posición defensiva y reactiva.
Más allá de las cifras y la geopolítica, están las historias personales. "Nos hacían dormir en el suelo, no nos daban ni una colchoneta, ni una frazada", relató uno de los deportados a su llegada. Otro afirmó: "Te escuchan hablar español, te pescan [detienen]". Estas denuncias, que apuntan a un trato degradante y a una posible discriminación racial, abren un debate sobre la responsabilidad del Estado chileno en la protección de sus ciudadanos en el exterior, independientemente de su situación migratoria o de sus antecedentes.
El episodio también expuso las críticas del gobierno de Gabriel Boric a la figura de Donald Trump, a quien el mandatario chileno ha calificado como la antítesis de sus valores. Esta postura política choca con la necesidad pragmática de mantener una relación fluida con un socio estratégico. ¿Cómo se equilibra la defensa de los derechos humanos y la soberanía con la gestión de una crisis de seguridad y la preservación de beneficios como el Visa Waiver? La pregunta sigue sin una respuesta definitiva.
El vuelo 45 ya es parte del archivo, pero sus consecuencias siguen activas. El debate sobre el Visa Waiver continúa en los pasillos diplomáticos. La gestión de los deportados —tanto los que enfrentan a la justicia como los que buscan reintegrarse— es un desafío social y de seguridad para Chile. Y la reflexión sobre cómo el país se posiciona frente a las políticas migratorias globales, cada vez más restrictivas, es una tarea pendiente.
El episodio obliga a Chile a una doble mirada: hacia afuera, para navegar en un escenario internacional complejo y volátil; y hacia adentro, para confrontar las causas que llevan a algunos de sus ciudadanos a delinquir en el extranjero. La historia de este vuelo, por tanto, no está cerrada; simplemente ha evolucionado hacia una nueva fase de debate político, diplomático y social.