El orden económico global que definió las últimas tres décadas, basado en la liberalización comercial y las cadenas de suministro optimizadas a escala planetaria, se está desmoronando. Las andanadas arancelarias impulsadas por la administración de Donald Trump no son eventos aislados ni meras tácticas de negociación; son las señales más claras de un cambio de paradigma. Estamos presenciando el fin del consenso globalista y el amanecer de una era de soberanía económica forzada, donde la geografía y la lealtad política vuelven a pesar más que la eficiencia del mercado.
La ofensiva comenzó como una guerra comercial directa con China, escalando a niveles que el propio Secretario del Tesoro estadounidense, Scott Bessent, calificó de “insostenibles”, con aranceles superiores al 100% en ambas direcciones. Sin embargo, lo que parecía un conflicto bilateral se ha expandido como una mancha de aceite, fracturando el tablero mundial en múltiples frentes. La Unión Europea, un aliado histórico, se ha visto forzada a una posición de control de daños, negociando exenciones a un arancel universal del 10% para evitar un mal mayor. Incluso dentro de Estados Unidos, la fractura es visible: potencias económicas como California han desafiado judicialmente la política federal, buscando trazar su propia ruta comercial.
La estrategia de Trump ha trascendido lo puramente comercial para convertirse en una herramienta de presión geopolítica explícita. El conflicto ya no se limita a corregir balanzas comerciales, sino que se ha extendido a la industria cultural —con un arancel del 100% a las películas extranjeras— y, de forma más alarmante, a la intervención en la política interna de otras naciones.
El caso de Brasil es emblemático. La imposición de un arancel del 50% fue justificada por Washington como una represalia por el proceso judicial contra el expresidente Jair Bolsonaro, un aliado de Trump. Esta acción convierte la política comercial en un arma para exportar influencia y proteger afinidades ideológicas, un movimiento que recuerda a las dinámicas de la Guerra Fría. Paradójicamente, en Brasil la medida parece haber fortalecido al presidente Lula da Silva, quien ha capitalizado el ataque para construir un discurso de unidad y soberanía nacional, aislando aún más al bolsonarismo.
Para Chile, la amenaza se materializó con el anuncio de un arancel del 50% sobre el cobre. La medida sumió al gobierno en la incertidumbre, sin claridad sobre su alcance específico pero con la certeza de su potencial disruptivo. La reacción en Santiago —la creación de comités de crisis y la búsqueda de unidad política transversal— ilustra la vulnerabilidad extrema de las economías abiertas y dependientes de las exportaciones de materias primas. Chile, un modelo de apertura económica, se encuentra de pronto atrapado en un juego de poder donde las reglas que conocía ya no aplican.
La trayectoria actual apunta hacia un futuro de fragmentación. Las decisiones críticas que tomen los actores globales en los próximos meses definirán la profundidad de esta ruptura. Se vislumbran tres escenarios principales:
Los viejos mapas del orden mundial ya no sirven. La era de la certeza comercial ha terminado, reemplazada por una de volatilidad estratégica. Para un país como Chile, el desafío no es predecir con exactitud cuál de estos futuros se materializará, sino construir resiliencia. Esto implica diversificar no solo los mercados, sino también las alianzas políticas; fortalecer las capacidades productivas internas en sectores clave; y, sobre todo, fomentar un pensamiento crítico y adaptativo en sus líderes y ciudadanos. El futuro ya no se trata de optimizar la eficiencia en un mundo abierto, sino de gestionar el riesgo en un mundo que se cierra.