Han pasado más de 30 días desde que el sonido de los disparos en el barrio Modelia de Bogotá silenció un acto de campaña y devolvió a Colombia a sus épocas más oscuras. El 7 de junio, el senador y precandidato presidencial del Centro Democrático, Miguel Uribe Turbay, caía gravemente herido. Hoy, mientras se recupera lentamente tras una compleja neurocirugía, las ondas expansivas de ese atentado no han hecho más que crecer, revelando las fracturas profundas de una sociedad atrapada entre la búsqueda de la paz y la sombra persistente de la violencia.
El ataque no fue un hecho aislado. Fue la materialización de un clima político enrarecido, donde el debate de ideas ha sido progresivamente sustituido por una retórica de aniquilación del adversario. La imagen de Uribe Turbay, un crítico acérrimo del gobierno de Gustavo Petro, luchando por su vida, se convirtió en un poderoso símbolo que trasciende su propia figura política. Para muchos, fue la prueba de que la violencia como herramienta política, que creían superada, nunca se fue del todo.
Para entender la conmoción, es ineludible mirar al pasado. Miguel Uribe Turbay no es solo un político; es hijo de Diana Turbay, periodista secuestrada y asesinada en 1991 por órdenes de Pablo Escobar, y nieto del expresidente Julio César Turbay Ayala. Su historia familiar es, en sí misma, una crónica de la violencia que ha marcado a la élite política colombiana.
El atentado evocó de inmediato los magnicidios que ensangrentaron la campaña presidencial de 1990, con los asesinatos de Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro. Este antecedente histórico explica por qué el ataque no se leyó como un simple acto delictual, sino como un atentado directo contra la democracia. La pregunta que recorrió el país no fue solo "¿quién disparó?", sino "¿estamos volviendo a matarnos por política?".
La reacción al atentado expuso dos narrativas irreconciliables que coexisten en el país.
Estas dos visiones no dialogan; se acusan mutuamente. El atentado no sirvió para unir al país en un repudio transversal, sino para ahondar la zanja de la polarización.
A más de un mes del ataque, la situación judicial es precaria. Un adolescente de 15 años fue detenido como el presunto autor material, pero la pregunta clave sobre los autores intelectuales sigue sin respuesta. Esta incertidumbre es un campo fértil para la desconfianza y las teorías conspirativas que envenenan aún más el debate público.
La investigación se ha convertido en un termómetro de la tensión política. Cada paso es examinado con lupa por ambos bandos, listos para denunciar sesgos o inoperancia. Mientras tanto, el escenario electoral ha cambiado drásticamente. La figura de Uribe Turbay ha crecido en notoriedad, y la seguridad se ha instalado como el tema central e ineludible de la futura contienda presidencial.
El atentado no está cerrado. Aunque la emergencia médica ha sido superada, la crisis política que desató está en pleno desarrollo. Colombia se mira al espejo y ve el reflejo de sus viejos fantasmas. La principal consecuencia visible no es una cicatriz en el cuerpo del senador, sino una herida abierta en la confianza democrática del país, cuya sanación parece, hoy por hoy, mucho más compleja.