El atentado del 7 de junio de 2025 contra el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay no fue simplemente otro capítulo en la larga y trágica historia de violencia política de Colombia. Fue un punto de inflexión. A diferencia de los magnicidios que enlutaron al país en los años 80 y 90, esta vez la víctima sobrevivió. Este hecho, aparentemente fortuito, transforma radicalmente las consecuencias del acto: no crea un mártir para el recuerdo, sino un sobreviviente para la acción política. La bala que no mató a Uribe Turbay hirió profundamente la psique colectiva colombiana, reabriendo cicatrices que se creían en proceso de sanación y proyectando escenarios que redefinirán la lucha por el poder en los próximos años.
El ataque, perpetrado a plena luz del día en Bogotá, actúa como un potente acelerador de tendencias latentes. Por un lado, valida las narrativas de la derecha sobre un supuesto deterioro de la seguridad bajo un gobierno de izquierda. Por otro, pone al gobierno de Gustavo Petro en una posición defensiva, obligado a demostrar la capacidad del Estado no solo para proteger a sus opositores, sino para desmantelar las estructuras criminales detrás del atentado. El futuro inmediato de Colombia no se juega ya en los debates sobre reformas sociales, sino en la gestión de este evento y sus réplicas simbólicas.
El escenario más probable a mediano plazo es la capitalización política de la tragedia por parte del Centro Democrático y los sectores de la derecha. La figura de Miguel Uribe Turbay, con su historia familiar marcada por el asesinato de su madre a manos del narcotráfico, se convierte en la encarnación del "colombiano de bien" asediado por la violencia. Su supervivencia le otorga una legitimidad casi mística, la del hombre que miró a la muerte a los ojos y volvió para contarlo.
Esta narrativa es un combustible de alto octanaje para una campaña presidencial. Es previsible que el discurso de la "seguridad democrática", eje central de los gobiernos de Álvaro Uribe, resurja con una fuerza renovada. Ya no será una propuesta teórica, sino una respuesta visceral a un miedo tangible. La demanda por una "mano dura" podría eclipsar cualquier otro debate, polarizando el electorado entre quienes ven en el orden y la autoridad la única salida, y quienes temen que esa búsqueda de seguridad sacrifique libertades y derechos humanos. Si esta tendencia se consolida, las elecciones de 2026 podrían convertirse en un referéndum sobre el miedo, con una alta probabilidad de que un candidato de derecha, sea el propio Uribe Turbay u otro ungido por su aura, recupere el poder.
Un futuro alternativo, aunque menos probable, podría emerger del shock colectivo. El atentado, al recordar los peores momentos del país, podría generar un consenso transversal en contra de la violencia como herramienta política. Voces moderadas de izquierda, centro y derecha podrían encontrar un terreno común para impulsar un pacto nacional que aísle a los extremos y fortalezca las instituciones democráticas.
Este escenario depende de un factor crítico: la eficacia de la investigación. Si el Estado, bajo el liderazgo del gobierno Petro, logra identificar y llevar ante la justicia no solo al sicario sino a los autores intelectuales, enviaría un poderoso mensaje de que la impunidad no será tolerada. Un resultado así podría despojar a la derecha de su principal argumento (la inoperancia del gobierno) y permitir que el debate se reoriente hacia la construcción de una paz sostenible, que combine seguridad con justicia social. Sin embargo, este camino es estrecho y lleno de riesgos. Cualquier percepción de sesgo, lentitud o encubrimiento en la investigación dinamitaría esta posibilidad y alimentaría el escenario de la polarización.
Independientemente del escenario que prevalezca, la figura de Miguel Uribe Turbay ya ha sido transformada. Su cuerpo herido es ahora un territorio político en disputa. Para sus seguidores, las cicatrices serán medallas, la prueba de su sacrificio y compromiso. Para sus oponentes, existirá el riesgo de que su victimización sea utilizada para justificar políticas autoritarias.
El propio Uribe Turbay enfrentará un dilema estratégico en su recuperación: posicionarse como un líder vengador que promete restaurar el orden a cualquier costo, o como un unificador que, habiendo sufrido la violencia en carne propia, llama a superarla. Su elección personal y la de su partido determinarán en gran medida la temperatura del debate político.
Este evento reactiva un ciclo histórico colombiano, pero con una variable nueva. Los asesinatos de Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo crearon vacíos de poder y legados para la memoria. La supervivencia de Uribe Turbay crea una presencia activa, un actor con la capacidad de moldear su propia leyenda en tiempo real. La forma en que se narre su historia —como tragedia, como milagro, como advertencia— no solo definirá su futuro político, sino que podría trazar el contorno del alma de Colombia para la próxima década. La nación se encuentra en una encrucijada, obligada a decidir si las viejas heridas seguirán dictando un futuro de confrontación o si, por el contrario, pueden ser el doloroso punto de partida para una reconciliación más profunda.