El contundente triunfo de Jeannette Jara en las primarias del oficialismo el pasado 29 de junio no fue simplemente un resultado electoral; fue un sismo que agrietó las placas tectónicas de la política chilena. Con más del 60% de los votos, la candidata del Partido Comunista (PC) no solo se impuso sobre las figuras del Socialismo Democrático y el Frente Amplio, sino que instaló una pregunta fundamental que llevaba décadas latente: ¿puede un militante comunista llegar a La Moneda en el Chile del siglo XXI?
Más allá de la euforia de sus adherentes y la alarma de sus detractores, la victoria de Jara actúa como un catalizador que acelera tendencias y expone fracturas preexistentes. Su candidatura, forjada en su exitosa gestión como Ministra del Trabajo y la aprobación de la reforma de pensiones, representa una paradoja: es a la vez la mayor oportunidad y el mayor riesgo para el progresismo chileno en décadas. Su avance obliga a todos los actores a recalibrar sus estrategias, revelando los miedos, intereses y las posibles reconfiguraciones del poder. A continuación, se exploran los tres escenarios de futuro más probables que se desprenden de este nuevo mapa político.
Este es el escenario de la balcanización. La victoria de Jara, en lugar de unificar, actúa como el detonante de una ruptura definitiva en la coalición de gobierno. Las señales son elocuentes: la inmediata negativa del presidente de la Democracia Cristiana, Alberto Undurraga, a apoyar una candidatura comunista y la distancia marcada por Carolina Tohá, quien optó por no integrarse a la campaña, son más que gestos simbólicos. Representan el peso de una desconfianza histórica y una divergencia programática que parece insalvable.
En esta proyección, la presión del Socialismo Democrático para que Jara modere su programa económico —calificado por economistas como Tomás Rau como un "antiguo comunismo reflotado"— choca contra un muro. Propuestas como eliminar las AFP o un "salario vital" de $750.000 son inaceptables para el ala más liberal de la coalición, que teme una fuga de votos de centro y una reacción adversa de los mercados. Aunque Jara ha hecho gestos de apertura, como la simbólica incorporación del exministro Nicolás Eyzaguirre a su equipo, estos podrían resultar insuficientes para suturar la herida.
El punto de inflexión crítico será la conformación del equipo económico y la presentación del programa de gobierno definitivo. Si Jara no cede poder real y mantiene el núcleo duro de su propuesta, el Socialismo Democrático y la DC podrían optar por descolgarse, presentar un candidato propio o simplemente dejar a Jara a su suerte. El resultado más probable de este escenario es una derrota electoral catastrófica para el sector, con una izquierda fragmentada enfrentando a una derecha unificada tras la figura de José Antonio Kast. A largo plazo, esto no solo significaría un gobierno de derecha, sino la probable extinción del proyecto de centro-izquierda tal como se conoció desde 1990.
Este escenario se basa en el pragmatismo y el miedo. El temor a un gobierno de derecha radical, encarnado por Kast, se impone sobre las diferencias ideológicas. Figuras como el socialista Camilo Escalona activan una operación de contención, argumentando que "no vemos ninguna razón por la cual pudiésemos renunciar a esta vocación de unidad". La lógica es simple: la división es un suicidio político.
Para que este futuro se materialice, Jeannette Jara debe ejecutar una moderación estratégica de alto calibre. Esto implicaría transformar sus promesas más radicales en reformas graduales y negociadas, cediendo ministerios clave y el liderazgo del equipo económico a figuras del Socialismo Democrático que otorguen "certezas a los mercados". Su discurso se centraría menos en la ruptura y más en la continuidad de las transformaciones iniciadas por el gobierno de Boric, capitalizando su propia imagen de gestora eficaz.
Si esta estrategia tiene éxito, Jara podría consolidar una base de apoyo lo suficientemente amplia para ser competitiva y pasar a segunda vuelta. Sin embargo, una victoria bajo estas condiciones daría paso a un gobierno inherentemente inestable. La tensión entre las expectativas de su base militante del PC, que anhela cambios estructurales, y los compromisos adquiridos con sus socios más moderados, sería una constante. Cada decisión de gobierno se convertiría en una negociación extenuante, arriesgando una parálisis legislativa o una rebelión interna. Este escenario podría asegurar la presidencia, pero a costa de un mandato débil que, a su vez, podría pavimentar el camino para un retorno de la derecha con más fuerza en el siguiente ciclo electoral.
Este es el escenario más disruptivo y, aunque menos probable a corto plazo, el que tendría las consecuencias más profundas. Aquí, la victoria de Jara no se interpreta como un accidente, sino como la consolidación de un cambio estructural en el electorado de izquierda. Como analiza el académico Rafael Sousa, la derrota de Tohá evidencia que "la Concertación puede inspirar una forma de conducción política, pero su vínculo vital con las circunstancias en que se inscribió, la hace más un pedazo de historia que una experiencia replicable".
En esta proyección, el Partido Comunista logra posicionarse como el nuevo centro de gravedad del progresismo chileno, desplazando a un Socialismo Democrático percibido como agotado y sin respuestas a las demandas sociales post-estallido. La candidatura de Jara lograría conectar con un electorado que ya no se moviliza por los códigos de la transición, sino por demandas concretas de seguridad social y económica. La crítica de la presidenta del PS, Paulina Vodanovic, al "énfasis en su condición de comunista" por sobre las posturas de la derecha, refleja un intento por normalizar al PC como un actor legítimo de gobierno.
El punto de inflexión sería que Jara logre movilizar a una masa crítica de votantes —jóvenes, trabajadores precarizados, independientes de izquierda— que compense la fuga de los sectores más moderados. Si logra una victoria presidencial sin haber capitulado por completo a las exigencias del Socialismo Democrático, el mapa político chileno se reconfiguraría de forma permanente. La principal disputa por el poder ya no sería entre una centro-izquierda y una centro-derecha, sino entre una izquierda liderada por el PC y una derecha dura liderada por el Partido Republicano. Chile entraría en un ciclo de polarización con nuevos protagonistas, cerrando definitivamente el capítulo de la transición.
Los próximos meses serán decisivos. La trayectoria que siga la candidatura de Jeannette Jara no solo determinará el próximo gobierno, sino el futuro de las identidades políticas que han definido a Chile durante más de treinta años. La tensión entre la ruptura y el pragmatismo, entre la identidad ideológica y la necesidad de alianzas, está en el corazón de esta contienda. La paradoja de Jara es que su mayor fortaleza —la capacidad de encarnar un anhelo de cambio profundo— es también su principal vulnerabilidad. La forma en que resuelva esta contradicción definirá si su ascenso es el amanecer de un nuevo ciclo para la izquierda o el preludio de su fragmentación definitiva.