Lo que comenzó con un informe de la Contraloría General de la República el pasado 4 de junio, cuestionando el uso de más de 30 millones de pesos en servicios de coaching en el Gobierno Regional Metropolitano (GORE RM), ha escalado rápidamente más allá de la figura del gobernador Claudio Orrego. El caso no es solo la crónica de una autoridad bajo asedio judicial y político; es una ventana al futuro de tres tensiones que definirán la próxima década de la política chilena: la fragilidad de la confianza institucional, la instrumentalización de la justicia como arena de combate electoral y el destino incierto de la descentralización.
Las señales actuales son inequívocas. Por un lado, un gobernador que defiende su inocencia, enmarcando las acusaciones como un “burdo aprovechamiento político” de sus adversarios. Por otro, una oposición que, unificando a Chile Vamos y Republicanos, prepara una solicitud de destitución ante el Tribunal Calificador de Elecciones (Tricel), mientras la Fiscalía avanza en una investigación penal. Este cruce de caminos no solo determinará una carrera política, sino que sentará precedentes sobre cómo se ejerce y fiscaliza el poder en el nuevo Chile regionalizado.
A mediano plazo, el escenario más probable es una profundización de la parálisis administrativa por desconfianza. La línea entre una fiscalización rigurosa y una persecución política se vuelve imperceptible para la ciudadanía. Si esta dinámica se consolida, los gestores públicos, especialmente en los gobiernos regionales, podrían volverse extremadamente adversos al riesgo. La innovación y la audacia en la gestión pública serían reemplazadas por una burocracia defensiva, temerosa de que cualquier decisión, por legítima que sea, pueda ser convertida en un arma judicial por la oposición de turno.
A largo plazo, este camino conduce a la solidificación de la desconfianza crónica. La narrativa del “todos son iguales” se fortalece, corroyendo la legitimidad no solo de los políticos, sino de los organismos fiscalizadores como la Contraloría y el propio sistema judicial. Estos entes, concebidos como árbitros neutrales, corren el riesgo de ser percibidos permanentemente como actores politizados, sin importar la rigurosidad de sus fallos. El punto de inflexión será la resolución del caso Orrego: una absolución podría ser leída por un sector como impunidad y tráfico de influencias, mientras que una condena podría ser vista por otro como una victoria del lawfare o guerra judicial. En cualquier desenlace, la confianza pública sale debilitada.
El caso Orrego es un síntoma de una tendencia global que en Chile adquiere características propias: la judicialización de la política. El futuro previsible es uno donde las batallas electorales no se libran principalmente en los debates de ideas, sino en los tribunales. Los equipos jurídicos se volverán tan cruciales como los estrategas de campaña, y la “denuncia preventiva” contra potenciales adversarios se normalizará como parte del manual de juego político mucho antes de las elecciones.
Esta dinámica eleva considerablemente los costos y riesgos de la participación política. Un futuro dominado por el lawfare podría desincentivar a profesionales y ciudadanos valiosos de ingresar al servicio público, temerosos de ver sus carreras y reputaciones destruidas en litigios prolongados y mediáticos. Históricamente, Chile ha vivido ciclos de alta polarización, pero la novedad reside en el uso de las nuevas instituciones —como los gobiernos regionales con presupuestos millonarios— como campos de batalla. Si esta tendencia no se modera, podríamos transitar hacia una democracia de baja intensidad, donde la energía política se consume en la aniquilación del adversario en lugar de en la construcción de acuerdos.
Quizás la consecuencia más trascendental del caso Orrego se juegue en el futuro de la descentralización. La elección de gobernadores regionales fue uno de los cambios institucionales más importantes en décadas, una promesa de mayor autonomía y pertinencia territorial. Esta crisis pone a prueba esa promesa antes de que pudiera madurar.
Se abren dos futuros plausibles y divergentes:
El factor de incertidumbre clave será la capacidad del resto de los gobiernos regionales para demostrar gestiones impecables y la voluntad política para impulsar una reforma que perfeccione el sistema en lugar de desmantelarlo por miedo.
El caso que hoy acapara titulares es mucho más que la disputa por el GORE Metropolitano. Es el campo de pruebas donde se está definiendo el equilibrio entre poder y control, entre autonomía y responsabilidad, y entre competencia política y convivencia democrática. El riesgo latente es que la combinación de desconfianza, guerra judicial y tentaciones centralistas genere un retroceso institucional significativo. La oportunidad, aunque más difícil de alcanzar, es que esta crisis obligue a Chile a tener la conversación adulta sobre la calidad de su democracia y las reglas del juego que necesita para el siglo XXI. Las decisiones que se tomen en los próximos meses no solo sellarán el destino de un gobernador; moldearán la arquitectura del poder en el país por muchos años.