Los eventos de los últimos meses, que van desde la detención de suboficiales del Ejército por tráfico de cocaína hasta el hallazgo de drogas en unidades militares fronterizas y el presunto uso de aeronaves de la FACh para el mismo fin, han dejado de ser anécdotas criminales para convertirse en una tendencia preocupante. Estos hechos no pueden analizarse de forma aislada. Ocurren en un contexto de confianza pública ya erosionada por episodios como la trágica muerte del conscripto Franco Vargas en Putre y la persistencia de símbolos de la dictadura en recintos militares, señales de una cultura institucional que a menudo parece desfasada del Chile contemporáneo.
Lo que está en juego trasciende la crónica roja. La infiltración del crimen organizado en las Fuerzas Armadas representa una amenaza estratégica a la soberanía nacional. Las instituciones diseñadas para ser la última línea de defensa del Estado corren el riesgo de convertirse en un vector de la misma amenaza que deben combatir. La pregunta que emerge no es si existen "manzanas podridas", sino si el cesto institucional tiene la fortaleza para contener la corrupción y evitar que se vuelva sistémica.
La respuesta inicial del poder político y de los mandos militares se ha centrado en un enfoque de contención. Medidas como la rotación de personal en zonas de alto riesgo, el aumento de los controles internos y la ampliación de las declaraciones de patrimonio son lógicas y necesarias, pero fundamentalmente reactivas. Este escenario proyecta un futuro en el que el Estado se mantiene un paso por detrás del crimen organizado.
Si esta tendencia se consolida, el gobierno podría lograr un control superficial de la situación, comunicando cada detención como una victoria de sus sistemas de contrainteligencia. Sin embargo, este enfoque no aborda las vulnerabilidades estructurales. El crimen organizado, con su capacidad de adaptación y sus ingentes recursos económicos, buscará y probablemente encontrará nuevas fisuras. La afirmación de que el problema "no es estructural", aunque tranquilizadora en el corto plazo, podría convertirse en un obstáculo para impulsar las reformas profundas que se requieren, posponiendo la acción hasta que la crisis sea innegable y mucho más difícil de revertir.
Un futuro alternativo, más complejo pero más resiliente, se abriría si la actual seguidilla de casos actúa como un catalizador para una reforma estructural. Este camino implica un consenso político y social sobre la necesidad de modernizar la relación del mundo civil con el militar, especialmente en el ámbito de la justicia y la inteligencia.
El punto de inflexión clave en este escenario es la disputa de competencia entre la justicia militar y la civil. Como ha advertido el Fiscal Nacional, estas pugnas no hacen más que entorpecer investigaciones cruciales y generar espacios de impunidad. Una reforma que establezca de manera inequívoca la primacía de la justicia ordinaria para delitos comunes —especialmente narcotráfico y corrupción— cometidos por militares, sería la piedra angular de esta transformación. A esto se sumaría la creación de un sistema de inteligencia y contrainteligencia militar robusto, con supervisión civil efectiva, capaz no solo de reaccionar, sino de anticipar y neutralizar las amenazas de cooptación. Este camino es políticamente costoso y enfrentaría resistencias corporativas, pero es el único que podría blindar a largo plazo la integridad de las Fuerzas Armadas.
El escenario más pesimista, pero no por ello improbable, es el de una erosión gradual y silenciosa. Si las reformas son cosméticas y la presión del crimen organizado se mantiene o incrementa, Chile podría entrar en una dinámica de "soberanía perforada". Esto no se manifestaría como un colapso dramático, sino como la consolidación de "zonas grises", especialmente en las fronteras, donde la autoridad del Estado se debilita y esporádicamente es cooptada por redes criminales.
En esta proyección, la confianza interna entre las distintas ramas y unidades de las Fuerzas Armadas se vería minada, afectando la cohesión y la capacidad operativa. La defensa nacional quedaría comprometida desde adentro. Este futuro es el resultado de subestimar la amenaza, tratarla como un problema policial en lugar de uno de seguridad nacional, y no actuar con la celeridad y contundencia que la situación demanda. La infiltración narco dejaría de ser una mancha en el uniforme para convertirse en parte del tejido institucional en ciertos enclaves estratégicos.
Las visiones sobre cómo enfrentar este desafío son divergentes. El Gobierno busca equilibrar la admisión de la gravedad de los hechos con la defensa de la institucionalidad, apostando por controles incrementales. Los mandos militares defienden el prestigio de sus filas, enmarcando los casos como "traiciones" individuales y colaborando con la justicia, aunque con reticencia a ceder prerrogativas como la jurisdicción de sus tribunales. El Ministerio Público, por su parte, exige herramientas efectivas y reglas claras, advirtiendo que las ambigüedades actuales favorecen al crimen.
Chile se encuentra en una encrucijada crítica. Los casos de "narcomilitares" no son solo un desafío para la seguridad pública, sino un test de estrés para la democracia, la confianza ciudadana y la integridad del Estado. La decisión fundamental que enfrenta el país es si tratar estos eventos como una infección que requiere antibióticos específicos o como el síntoma de una enfermedad subyacente que demanda un cambio profundo en el estilo de vida institucional. El futuro de la defensa y la soberanía de Chile dependerá de la respuesta que se elija.