Promulgada en los albores de las celebraciones por los 250 años de independencia de Estados Unidos, la "One Big Beautiful Bill" es mucho más que una ley de presupuesto. Es un manifiesto económico y un rediseño audaz del contrato social estadounidense, cuyas ondas de choque apenas comienzan a sentirse. Su arquitectura se sostiene sobre dos pilares monumentales: una drástica reducción de impuestos de US$4,5 billones, financiada principalmente con deuda y recortes a programas sociales, y la creación de un nuevo y poderoso instrumento de nacionalismo económico, la Sección 899.
El análisis de sus componentes revela una transferencia de riqueza de una escala pocas veces vista. Mientras los hogares más ricos y las grandes corporaciones se benefician de recortes fiscales permanentes y la ampliación de exenciones, el financiamiento proviene del adelgazamiento de redes de seguridad como Medicaid y el Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (SNAP). La Oficina de Presupuesto del Congreso (CBO), una entidad no partidista, ha proyectado que esta estructura añadirá US$2,4 billones a la deuda nacional en la próxima década, una cifra que contradice las promesas de superávit de la Casa Blanca y enciende las alarmas del Fondo Monetario Internacional y de los mercados de bonos, que ya se mostraban inquietos por la sostenibilidad fiscal del país.
Quizás el elemento más disruptivo y menos comprendido de la ley es la Sección 899 del Código Tributario. Esta cláusula otorga al poder ejecutivo la facultad discrecional de imponer impuestos punitivos a empresas e inversionistas de países que Washington considere que aplican "impuestos extranjeros injustos". En la práctica, funciona como un arma de presión económica que puede ser activada unilateralmente, generando una profunda incertidumbre para el capital global.
Antes de su aprobación, Wall Street ya había advertido sobre sus consecuencias desestabilizadoras. Bancos como Morgan Stanley y JPMorgan señalaron que desincentivaría la inversión extranjera en un momento en que EEUU depende más que nunca de ella para financiar su creciente deuda. Para países como Chile, que mantiene un tratado de doble tributación con EEUU, el riesgo es tangible: la posibilidad de ser incluido en una lista de "países injustos" podría anular los beneficios del convenio y elevar drásticamente la carga fiscal sobre las inversiones y remesas chilenas, tal como advirtió Felipe Espina, socio de EY Chile. Aunque el Secretario del Tesoro solicitó su remoción, la cláusula permaneció, dejando una espada de Damocles sobre el sistema financiero internacional.
La retórica de "independencia económica" y el fuerte componente proteccionista de la ley evocan paralelismos históricos incómodos. Analistas, como los citados por la BBC, han trazado una línea directa entre la agenda de Trump y el modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI) que implementaron líderes como Juan Domingo Perón en Argentina y Getúlio Vargas en Brasil a mediados del siglo XX. Aquel modelo, que buscaba la autosuficiencia a través de altas barreras arancelarias, terminó generando industrias ineficientes, escasa competitividad y crisis fiscales recurrentes.
La pregunta que surge es si una economía desarrollada en el siglo XXI puede tener éxito con una receta que fue un "sonoro fracaso" en las economías emergentes del siglo pasado. La apuesta de Trump parece ignorar una lección clave de la globalización: la interdependencia. En un mundo de cadenas de suministro integradas, las heridas "autoinfligidas", como las calificó un analista de PGIM Fixed Income, pueden ser más profundas y duraderas de lo previsto.
Con la ley ya en vigor, se abren tres escenarios probables a mediano y largo plazo, cada uno con sus propios puntos de inflexión y factores de incertidumbre.
La "Big Beautiful Bill" no es un evento aislado, sino la cristalización de una tendencia que redefine las prioridades de una nación. Prioriza la acumulación de capital a corto plazo sobre la sostenibilidad fiscal a largo plazo, y el poder unilateral sobre la cooperación global. Los futuros que proyecta son de mayor riesgo, mayor volatilidad y una desigualdad más arraigada.
La discusión ya no es si el orden económico global cambiará, sino a qué velocidad y con qué costo. Las decisiones tomadas en Washington hoy están sentando las bases para las próximas décadas, dejando una pregunta abierta para el resto del mundo: ¿cómo adaptarse a un futuro donde las reglas de la riqueza, la deuda y el poder están siendo reescritas de manera tan radical?