El 28 de abril de 2025, a las 12:30, la Península Ibérica parpadeó y se apagó. No fue un corte gradual, sino un colapso casi instantáneo. En apenas cinco segundos, el sistema eléctrico perdió 15 gigavatios de potencia, el equivalente al 60% de la demanda en ese momento. El epicentro de la falla, según los análisis preliminares de Red Eléctrica de España, se situó en el suroeste del país, una región con alta concentración de generación de energía solar. El resultado fue un caos inmediato: metros evacuados, semáforos muertos, transacciones digitales congeladas y una pérdida económica estimada en 400 millones de euros solo en España.
Aunque la hipótesis de un ciberataque fue descartada preliminarmente, la velocidad y magnitud del evento dejaron una pregunta inquietante flotando en el aire. Los expertos hablan del “modelo del queso suizo”, donde múltiples fallas no relacionadas se alinean para producir una catástrofe. Sin embargo, en un contexto de crecientes tensiones geopolíticas, la distinción entre un accidente en cascada y una acción de guerra híbrida sutilmente orquestada se vuelve peligrosamente difusa. El apagón ibérico no fue solo un fallo de infraestructura; fue la materialización de una nueva era de fragilidad sistémica.
El evento ha forzado a gobiernos, empresas y ciudadanos a confrontar futuros que antes parecían distópicos. La forma en que Europa y el mundo respondan a esta llamada de atención definirá las próximas décadas. Se perfilan tres escenarios probables.
Más allá de los escenarios, el apagón ibérico ha puesto sobre la mesa una verdad incómoda: la transición energética hacia fuentes renovables debe ser también una transición hacia la seguridad. La interdependencia que permite a la red europea compartir energía eficientemente es también su mayor debilidad, creando un único punto de fallo a escala continental.
El debate ya no es si debemos invertir, sino cómo y quién paga. ¿Deberían los costos de “endurecer” la red ser asumidos por los consumidores a través de tarifas más altas, o por los estados mediante impuestos? ¿Qué rol juegan las corporaciones energéticas, que se benefician de la red pero también son responsables de su estabilidad? Las respuestas a estas preguntas no son técnicas, sino profundamente políticas. Enfrentan a visiones contrapuestas: la seguridad como un bien público que debe ser garantizado por el Estado versus la energía como una mercancía cuyo riesgo debe ser gestionado por el mercado.
La oscuridad que cubrió España y Portugal durante unas horas iluminó el precario equilibrio sobre el que se sostiene nuestra civilización. El futuro no está escrito, pero los contornos del desafío son claros. La decisión ya no es entre diferentes fuentes de energía, sino entre distintos modelos de sociedad: una que aspira a un control total, una que se resigna a la fragilidad, o una que aprende a ser resiliente desde sus cimientos. La pregunta que nos dejó el apagón es cuál de ellas estamos dispuestos a construir.