Cuando el para-atleta de origen cubano Yunerki Ortega recibió la noticia de su nacionalidad por gracia, su emoción, descrita como “más grande que un oro olímpico”, trascendió el ámbito personal para convertirse en un poderoso símbolo nacional. Su historia —la de un deportista ciego que huyó de su delegación en busca de un futuro, y que ahora promete medallas para Chile— encarna una narrativa de superación, gratitud y mérito que el país celebra con orgullo. Sin embargo, este relato luminoso no existe en el vacío. Funciona como un espejo que refleja las profundas y a menudo contradictorias tensiones que definirán el futuro de la identidad chilena en las próximas décadas.
Casi en paralelo a la celebración de Ortega, el debate público es alimentado por noticias sobre el aumento de la criminalidad asociada a extranjeros y por controversias políticas, como la que rodea la obligatoriedad del voto para los residentes no nacionalizados. La figura del "buen migrante", el que aporta y trae gloria, se erige en agudo contraste con la del "mal migrante", que genera inseguridad y desconfianza. Esta dualidad no es casual; es la manifestación de una encrucijada histórica. La travesía de Ortega, por tanto, no es el final de una historia, sino el prólogo de tres escenarios posibles para el futuro de la ciudadanía y la identidad en Chile.
En este futuro, el caso de Ortega, junto al de otros deportistas nacionalizados como Santiago Ford o Yasmani Acosta, se consolida como el modelo dominante de integración. Chile se proyecta como una nación que premia la excelencia y el aporte tangible. La nacionalidad deja de ser principalmente un vínculo de sangre (ius sanguinis) o de suelo (ius soli) para convertirse en un reconocimiento al mérito: un ius talenti.
Bajo este paradigma, las políticas migratorias se optimizarían para atraer y retener a individuos de alto rendimiento en deportes, ciencias, artes y negocios. La "marca Chile" se fortalecería con la imagen de un país abierto al talento global. Sin embargo, este escenario entraña un riesgo significativo: la creación de una ciudadanía estratificada. Por un lado, una élite migrante celebrada y plenamente integrada; por otro, una masa de trabajadores y residentes que, sin logros excepcionales que exhibir, permanecerían en un estado de precariedad legal y social, vistos más como una carga o una amenaza que como potenciales ciudadanos. La cohesión social se vería amenazada por una lógica que condiciona la pertenencia al rendimiento, preguntando constantemente al recién llegado: ¿qué has hecho por Chile hoy?
Una segunda trayectoria posible es la radicalización de la desconfianza. Si la narrativa del migrante asociado a la delincuencia gana tracción y es capitalizada políticamente, el caso de Ortega podría ser visto no como la norma, sino como una peligrosa excepción que enmascara una realidad de amenaza cultural y social. En este escenario, la identidad nacional se redefine de manera defensiva y excluyente.
Los debates actuales sobre el voto extranjero son un presagio de esta ruta. La idea de eximir a los extranjeros de la multa por no votar, mientras se mantiene para los chilenos, es interpretada por algunos sectores no como una flexibilidad, sino como una prueba de que no comparten las mismas responsabilidades cívicas. Esto podría escalar hacia políticas que restrinjan aún más los derechos de los no nacionales, dificulten los procesos de regularización y nacionalización, y enfaticen una visión de la "chilenidad" como algo heredado e intransferible. El resultado sería una sociedad fracturada, con comunidades migrantes marginadas y una creciente hostilidad que envenenaría el debate público. El "otro" se convertiría en una figura permanentemente sospechosa, y la integración, en una utopía inalcanzable.
Existe un tercer camino, más complejo y deliberativo. En este futuro, la disonancia cognitiva generada por las historias de Ortega y las crisis de seguridad obliga a la sociedad chilena a una conversación más madura sobre la identidad y la ciudadanía. Se reconocería que ni el modelo puramente meritocrático ni el de la fortaleza identitaria son sostenibles a largo plazo.
Este escenario implicaría avanzar hacia un concepto de ciudadanía basado en la residencia, la convivencia y la corresponsabilidad cívica. El foco se desplazaría del mérito individual a la construcción de comunidades interculturales. Se entendería que la mayoría de los migrantes no son ni héroes olímpicos ni criminales, sino personas que buscan construir una vida y que, con el tiempo, echan raíces y contribuyen de múltiples formas, no siempre espectaculares. Esto requeriría reformas legales para crear vías más claras y justas hacia la residencia permanente y la ciudadanía, junto con políticas públicas robustas en educación y cultura para fomentar el entendimiento mutuo. Ser chileno se definiría menos por el origen o los logros, y más por el compromiso compartido con un proyecto de sociedad.
La historia de Yunerki Ortega, el nuevo chileno con corazón de cóndor, no ofrece respuestas, sino que plantea las preguntas fundamentales. Su viaje obliga a Chile a mirarse en el espejo y decidir qué clase de nación quiere ser. ¿Una que ficha talentos como un club deportivo? ¿Una que se atrinchera tras sus fronteras simbólicas? ¿O una que se atreve a forjar una identidad más amplia y compleja, capaz de acoger sin dejar de ser ella misma? El futuro no está escrito; se construirá en la respuesta colectiva a la pregunta que la travesía de un atleta ha puesto, con urgencia, sobre la mesa.