Han pasado más de dos meses desde que las llamas consumieron medio centenar de vehículos en las faenas de la central hidroeléctrica Rucalhue, en la comuna de Santa Bárbara, Región del Biobío. El humo se disipó, pero las cenizas del que ha sido calificado como el atentado incendiario de mayor envergadura en la Macrozona Sur han dejado al descubierto las grietas de una estrategia de seguridad nacional y han provocado una onda expansiva que llegó hasta Beijing, poniendo a prueba la imagen de Chile como un socio fiable para la inversión extranjera.
Lo que comenzó en la madrugada del 20 de abril como un violento episodio local, con guardias intimidados y pérdidas estimadas en más de 4.000 millones de pesos, escaló rápidamente a una crisis de múltiples dimensiones. La reacción política fue inmediata y divergente. Desde la oposición, la candidata presidencial Evelyn Matthei calificó el hecho como una prueba de que “el terrorismo no ha desaparecido”, exigiendo una política de “cero impunidad”. El gobierno, por su parte, tras una condena inicial, dio un paso significativo al anunciar la presentación de una querella invocando la Ley Antiterrorista, un giro relevante en su aproximación al conflicto.
El punto de inflexión, sin embargo, no provino de Santiago, sino del extranjero. La Embajada de China en Chile, representando los intereses de la estatal “China International Water & Electric Corp”, propietaria del proyecto, emitió un comunicado de una dureza poco habitual. Exigió al gobierno de Gabriel Boric una “investigación exhaustiva” y la implementación de “medidas efectivas y concretas para garantizar la seguridad” de sus empresas y personal.
Este “emplazamiento”, como fue leído en círculos diplomáticos, trascendió el ámbito corporativo. Se convirtió en un mensaje directo del principal socio comercial de Chile, cuestionando la capacidad del Estado para proteger inversiones estratégicas. El incidente de Rucalhue dejó de ser un asunto exclusivo de orden público interno para convertirse en un factor de riesgo geopolítico, observado con atención por otros inversionistas internacionales que valoran la estabilidad y el Estado de Derecho como pilares de la marca-país chilena.
Irónicamente, el ataque ocurrió en un contexto de cifras oficiales que mostraban una tendencia a la baja en los hechos de violencia rural. Según datos de Carabineros, los eventos habían disminuido un 46% en 2024 en comparación con el año anterior, un logro atribuido en parte al Estado de Excepción Constitucional vigente en la zona desde mayo de 2022.
Rucalhue destrozó esa narrativa de progreso. Demostró que, si bien la frecuencia de los ataques puede haber disminuido, la capacidad logística, organizativa y destructiva de ciertos grupos sigue intacta y puede manifestarse con una fuerza devastadora. Esto reabrió un debate fundamental y aún no resuelto: ¿es suficiente la estrategia actual? Para un sector político, el atentado es la prueba de que se requiere una mano aún más dura. Para el gobierno, es un doloroso revés que no invalida los avances logrados, pero que obliga a repensar la gradualidad del retiro de las fuerzas militares de la zona.
A más de 60 días del suceso, la investigación penal sigue su curso sin que se haya identificado públicamente a los responsables. Aunque algunos lienzos encontrados en el lugar aludían a reivindicaciones mapuche, ningún grupo se ha adjudicado de manera fehaciente la autoría, dejando un vacío que se llena de especulaciones.
Este silencio contrasta con el ruido de fondo de un conflicto histórico. Proyectos de gran envergadura como Rucalhue, emplazados en territorios con tensiones socioambientales y reivindicaciones de tierras no resueltas, actúan a menudo como catalizadores de descontento. Comprender el ataque exige mirar más allá del acto criminal y reconocerlo como un síntoma extremo de fracturas sociales, económicas y culturales que el Estado chileno no ha logrado sanar.
El caso Rucalhue, por tanto, no está cerrado. Ha evolucionado. Ya no es solo la crónica de un atentado, sino un caso de estudio sobre la compleja intersección entre seguridad, desarrollo económico y política exterior en el Chile del siglo XXI. Las llamas se apagaron, pero el debate que encendieron está más vivo que nunca.