El anuncio del Ministerio de Transportes sobre el inicio de un plan piloto para el pago con reconocimiento facial en la red de buses de Santiago, el pasado 7 de julio, es una de esas noticias que, bajo una apariencia de modernización tecnológica, esconde una profunda reconfiguración de las relaciones entre el ciudadano, el Estado y el espacio público. Presentado como una doble solución —agilizar el pago y combatir la evasión—, el sistema es en realidad una señal crítica sobre el futuro de la identidad. Su implementación no es un hecho aislado; se enmarca en una tendencia global donde la biometría se convierte en la llave maestra para la gestión de poblaciones, como lo demuestran los sistemas de la tecnológica Palantir para el control migratorio en Estados Unidos o las crecientes revisiones de perfiles digitales para la obtención de visas.
Lo que comienza como un método para validar un pasaje de bus, con una efectividad declarada del 98%, establece la infraestructura técnica y la aceptación social para un sistema mucho más ambicioso. Estamos en un punto de inflexión donde un gesto cotidiano —subir al transporte público— podría convertirse en un acto de identificación permanente ante un sistema automatizado. La pregunta que emerge no es si la tecnología funcionará, sino qué futuros habilita y cuáles clausura.
En la visión más optimista, promovida por sus impulsores, el pago facial es el pilar de una metrópolis inteligente, eficiente y segura. En este futuro, la vida urbana se desliza sin interrupciones. El ciudadano se mueve por la ciudad con la misma facilidad con que desbloquea su teléfono: una mirada basta para pagar el transporte, acceder a edificios públicos, recibir subsidios o incluso validar su entrada a un evento masivo. La evasión, descrita como una sangría de recursos y un foco de inseguridad, se reduce drásticamente. Las "incivilidades", que el sistema también promete detectar, son identificadas y sancionadas con una eficiencia algorítmica, pacificando el espacio público.
En este escenario, la data biométrica se convierte en el aceite que lubrica la maquinaria urbana. Los flujos de personas son optimizados en tiempo real, mejorando la frecuencia del transporte y la planificación de servicios. La burocracia se reduce, y la relación del ciudadano con el Estado se vuelve más directa y, en apariencia, menos conflictiva. Es la promesa de un orden predecible, donde la tecnología resuelve problemas sociales complejos mediante la recolección y el análisis de datos. La conveniencia es la recompensa, y el precio es, simplemente, la visibilidad.
Un futuro alternativo, y más sombrío, advierte que esta infraestructura de conveniencia es también una arquitectura de control sin precedentes. Si tu rostro es tu pasaje, también puede ser tu prontuario. La base de datos biométricos, creada con el fin de gestionar el transporte, se convierte en un activo estratégico de inmenso poder. ¿Quién garantiza que su uso se limitará a la evasión? La propia definición de "incivilidad" es un concepto peligrosamente elástico. Hoy puede ser saltarse un torniquete; mañana, participar en una manifestación no autorizada.
En este escenario, el sistema evoluciona hacia un modelo de puntuación social de facto. Un historial de evasión o de "mal comportamiento" detectado por las cámaras podría derivar en consecuencias que exceden con creces una multa: desde la denegación de licencias y pasaportes —como ya se propone en el proyecto de ley "Paga tu pasaje"— hasta la exclusión de beneficios sociales o el acceso al crédito. El ciudadano ya no es un sujeto de derechos con presunción de inocencia, sino un perfil de datos constantemente evaluado y clasificado por su nivel de riesgo o cumplimiento.
La vulnerabilidad del sistema es otro factor crítico. Como demuestra el reciente caso de explotación de la IA de Google para fines maliciosos, ninguna tecnología es infalible. Un hackeo a la base de datos biométricos del transporte público chileno no solo expondría información sensible, sino que podría permitir la manipulación de identidades digitales, con consecuencias catastróficas para los individuos afectados.
La trayectoria que tome Chile dependerá de cómo se resuelvan tres tensiones fundamentales que ya se manifiestan:
Lo que hoy se presenta como un simple piloto en algunos buses de Santiago es, en esencia, un referéndum sobre el futuro. La decisión no es entre tecnología y ludismo, sino sobre qué tipo de tecnología queremos y qué salvaguardas exigimos. La comodidad de un pago instantáneo podría costarnos, a largo plazo, una moneda mucho más valiosa: el derecho a un grado de anonimato y la libertad de no ser constantemente medidos y juzgados.