Lo que a principios de año parecía una de las alianzas más potentes del escenario global —la del Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el magnate tecnológico Elon Musk— se ha desmoronado en los últimos meses, transformándose en una guerra abierta de consecuencias aún impredecibles. La salida de Musk de su rol como asesor gubernamental a fines de mayo no fue el cierre de un capítulo, sino el prólogo de un enfrentamiento que ha escalado desde el debate fiscal hasta amenazas de deportación y la creación de un nuevo partido político. Este conflicto, más que una simple rencilla entre dos figuras de ego desmedido, ofrece una radiografía sobre la compleja y a menudo tensa relación entre el poder estatal y la nueva aristocracia tecnológica que busca moldear el mundo a su imagen y semejanza.
La relación se fracturó públicamente por el llamado “Gran y Hermoso Proyecto de Ley”, una ambiciosa reforma fiscal impulsada por Trump. Musk, quien había liderado el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) con la promesa de recortar drásticamente el gasto público, calificó la ley como una “abominación repugnante” que, en su opinión, aumentaba el déficit fiscal y traicionaba su misión. La Casa Blanca respondió con rapidez. Trump se declaró “muy decepcionado” y sugirió que la molestia de Musk no era ideológica, sino económica: la ley eliminaba subsidios clave para los vehículos eléctricos, afectando directamente a Tesla, la joya de la corona de Musk.
La disputa abandonó rápidamente el terreno de la política pública para entrar en el de los ataques personales. A través de su plataforma X, Musk afirmó que Trump “habría perdido las elecciones” sin sus millonarias donaciones, tildándolo de “ingrato”. La escalada alcanzó un punto crítico cuando Musk lanzó una acusación explosiva y sin pruebas: “Es hora de lanzar la gran bomba: Donald Trump está en los archivos de Epstein”.
La respuesta de Trump fue igualmente contundente. Calificó a Musk de “loco”, amenazó con anular los multimillonarios contratos gubernamentales de sus empresas SpaceX y Starlink, y, en un movimiento que encendió todas las alarmas, sugirió que podría “examinar la posibilidad de deportar” al empresario de origen sudafricano, enmarcando la amenaza en una ofensiva más amplia de su gobierno contra ciudadanos naturalizados. Paralelamente, las acciones de Tesla sufrieron una caída histórica, borrando miles de millones de dólares de su valor en un solo día.
Desde la perspectiva de Elon Musk, su postura es una defensa de la responsabilidad fiscal y una reacción a la traición de un presidente al que ayudó a llegar al poder. Se presenta como un actor que busca la eficiencia y la innovación, obstaculizado por un sistema político corrupto e irracional. Su decisión de fundar el “American Party” sería la consecuencia lógica de un sistema bipartidista que considera fallido.
Desde la óptica de Trump, Musk es un actor hipócrita y egoísta, movido únicamente por la defensa de sus intereses comerciales. Para la Casa Blanca, las críticas del magnate son un berrinche por la pérdida de beneficios fiscales, y sus ataques, una muestra de deslealtad de quien fuera un aliado cercano.
Sin embargo, un análisis más profundo, como el ofrecido por observadores del Financial Times, sugiere que las verdaderas razones del quiebre son más complejas y tienen más que ver con la psicología del poder. Se trataría de un choque de “megalómanos narcisistas”. Más allá del debate fiscal, la humillación de Musk al ver su trabajo en el DOGE ignorado, la creciente cercanía de Trump con Sam Altman (CEO de OpenAI y rival directo de Musk en el campo de la inteligencia artificial) y el retiro de la nominación de un aliado de Musk para dirigir la NASA, habrían sido los verdaderos detonantes. En esta lucha, Trump ostenta el poder del Estado —regulación, contratos, poder judicial—, mientras que Musk blande el poder del capital y de una plataforma de comunicación global.
Este enfrentamiento no es un hecho aislado. Se inscribe en la larga y ambivalente historia entre el poder político de Washington y el poder tecnológico de Silicon Valley. Históricamente, los presidentes han buscado el consejo y el apoyo de los líderes tecnológicos, pero la relación siempre ha estado marcada por la desconfianza mutua. Los ideales a menudo libertarios de la industria tecnológica chocan con la necesidad de regulación del Estado.
Lo novedoso en este caso es la virulencia y la naturaleza pública del conflicto, exacerbada por la personalidad de ambos contendientes y el uso de las redes sociales como campo de batalla. La amenaza de deportación a un ciudadano naturalizado de tan alto perfil y la creación de un partido político como herramienta de presión son tácticas que llevan esta tensión a un nuevo nivel, planteando preguntas fundamentales sobre los límites de la influencia corporativa en la política y la capacidad del poder presidencial para tomar represalias.
Lejos de resolverse, el conflicto ha entrado en una fase de guerra de trincheras. Musk ha formalizado su intención de crear una fuerza política, y Trump ha dejado claro que no dudará en utilizar las herramientas del Estado contra sus adversarios. La pregunta que queda en el aire es si Musk ha sobreestimado su capacidad de influencia política o si Trump ha subestimado el poder de un individuo que controla una de las principales arterias de la comunicación global y posee los recursos para financiar una oposición sostenida. La colisión de estos dos titanes no solo definirá su futuro, sino que podría redibujar las fronteras entre el poder político, económico y tecnológico en Estados Unidos y, por extensión, en el mundo.