La política chilena, durante décadas, giró en torno a un centro de gravedad bien definido: la Democracia Cristiana (DC). Actuando como dique, puente o motor, el partido no solo fue un actor clave, sino el eje sobre el cual se equilibraban las fuerzas de izquierda y derecha. Los eventos de las últimas semanas —la sorpresiva victoria de la comunista Jeannette Jara en las primarias oficialistas y la subsecuente fractura expuesta en la DC— no son meramente una crisis coyuntural. Son la señal más clara de que ese eje se ha roto, quizás de forma irreversible. Lo que está en juego no es solo la supervivencia de un partido, sino la morfología misma del poder en Chile para la próxima década.
La cronología del colapso es elocuente. La DC, ya fuera del gobierno, apostó por la figura más moderada del oficialismo, Carolina Tohá. Su derrota dejó al partido en una encrucijada existencial. La reacción de su directiva, liderada por Alberto Undurraga, de rechazar de plano un apoyo a la candidatura del Partido Comunista, colisionó casi de inmediato con las voces pragmáticas internas, como las del senador Francisco Huenchumilla y el diputado Eric Aedo, quienes advierten que el "camino propio" es una ruta directa a la disolución legal del partido por no alcanzar el umbral de votos. Este dilema entre identidad ideológica y supervivencia pragmática define los escenarios futuros.
Un futuro posible es que la facción pragmática se imponga. Ante el fantasma de la desaparición, la DC podría negociar un pacto parlamentario con la coalición de gobierno, ofreciendo un apoyo tácito o explícito a Jeannette Jara a cambio de cupos que aseguren su permanencia en el Congreso.
Las consecuencias de este camino serían profundas. A corto plazo, el partido salvaría su existencia legal, manteniendo una bancada parlamentaria. Sin embargo, el costo a mediano y largo plazo sería su identidad. Al subordinarse a una coalición liderada por el Partido Comunista —su adversario histórico—, la DC se convertiría en un socio menor, un "partido bisagra" sin un proyecto propio y con una base electoral confundida y erosionada. Sus votantes más conservadores y anticomunistas, un pilar histórico de su base, probablemente migrarían de forma definitiva hacia la derecha o hacia nuevas agrupaciones como Amarillos, que ya optaron por aliarse con Evelyn Matthei. Este escenario representa una supervivencia biológica a costa de un suicidio ideológico, una lenta disolución de su relevancia hasta convertirse en una marca vacía.
La alternativa es que la tesis de Alberto Undurraga prevalezca. La DC se negaría a cualquier pacto con el oficialismo y optaría por levantar una candidatura propia o apoyar a un independiente de centro, compitiendo con una lista parlamentaria solitaria. Esta es una apuesta de todo o nada.
El riesgo más evidente y probable es el fracaso electoral. Sin alianzas y con una base de apoyo mermada, es muy factible que la DC no alcance el porcentaje mínimo de votos para mantener su legalidad. Esto significaría su fin como institución política formal. Sus militantes y su capital político se dispersarían, siendo absorbidos por los polos de izquierda y derecha, acelerando la bipolarización que precisamente buscan evitar. Sería el fin de un ciclo histórico de manera abrupta.
Sin embargo, existe una oportunidad latente, aunque remota. Si logran articular un discurso potente que conecte con el electorado de centro huérfano y descontento con la polarización, podrían sobrevivir y erigirse como el núcleo de una nueva fuerza centrista. Este camino requeriría no solo un candidato carismático, sino un proyecto político renovado y audaz, algo que el partido no ha logrado construir en la última década. Es una apuesta por la refundación contra todo pronóstico.
El escenario más plausible no es una elección binaria entre los dos anteriores, sino una fractura inevitable. La tensión interna entre pragmáticos e ideológicos podría volverse insostenible, llevando a una división formal del partido. Una facción, liderada por figuras como Aedo, podría concretar su alianza con la centroizquierda. La otra, atrincherada en la defensa de la identidad, podría intentar el camino propio y fracasar, o sus miembros podrían negociar individualmente su futuro con otras fuerzas políticas.
En esta proyección, el concepto de "Democracia Cristiana" como un actor unificado desaparece. El "centro" político deja de ser un territorio definido para convertirse en un archipiélago de pequeñas islas ideológicas, la mayoría de las cuales serían finalmente absorbidas por los continentes de la izquierda y la derecha. El mapa político chileno se simplificaría, no por acuerdo, sino por la extinción de las alternativas intermedias.
La caída de la DC es un evento de consecuencias sistémicas. Históricamente, su rol fue clave para la gobernabilidad, permitiendo la formación de mayorías y la negociación de grandes acuerdos. Un sistema político sin un centro robusto e independiente tiende a una mayor confrontación y a una menor capacidad para procesar reformas estructurales.
La pregunta que se abre no es si la Democracia Cristiana sobrevivirá, sino qué estructura política emergerá de sus cenizas. ¿Será Chile capaz de construir nuevos espacios de diálogo y moderación, o está destinado a una era de polarización intensificada donde el poder oscile de un extremo a otro? La crisis del último bastión del centro no es el final de la historia, sino el prólogo de un nuevo y desconocido capítulo para la democracia chilena.