El disparo que hirió gravemente al precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay en Bogotá no fue solo un ataque contra un líder político; fue la detonación de una memoria colectiva que Colombia creía, o deseaba, haber superado. El eco de los magnicidios de Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, y la herida personal de la familia Turbay —marcada por el asesinato de la periodista Diana Turbay a manos del cartel de Medellín—, resurgieron con una violencia ensordecedora. Este evento no es una mera crónica roja, sino una señal crítica que interrumpe el presente para proyectar futuros posibles, obligando a una nación y a toda una región a mirar de frente la fragilidad de sus democracias.
Inmediatamente después del atentado, se desató una batalla por el control de la narrativa. Para la oposición, aglutinada en torno al Centro Democrático, el ataque es la prueba irrefutable del fracaso de la política de “Paz Total” del presidente Gustavo Petro, una estrategia que, según sus críticos, ha fortalecido a los grupos criminales al ofrecerles un estatus político que no merecen. Desde esta perspectiva, la sangre de Uribe Turbay legitima un retorno a la “mano dura” y descalifica cualquier intento de diálogo con la ilegalidad.
Para el gobierno, en cambio, la bala es obra de los “enemigos de la paz”, fuerzas oscuras que buscan sabotear un proyecto de cambio estructural. La respuesta del presidente Petro no ha sido la moderación, sino la reafirmación de su agenda más ambiciosa y polarizante: la convocatoria a una Asamblea Constituyente. En su visión, solo una refundación del pacto social puede extirpar las raíces de una “violencia eterna” que el establecimiento se niega a resolver.
El atentado ha colocado a Colombia en una encrucijada crítica. La evolución de la salud del senador, el resultado de las investigaciones y las decisiones de los actores políticos en los próximos meses definirán cuál de los siguientes escenarios se materializa.
Escenario 1: La Espiral de Violencia y la Erosión Democrática (El Futuro Pesimista)
En este escenario, el atentado actúa como un catalizador de la implosión. La polarización se vuelve irreconciliable. El debate público se degrada a un intercambio de acusaciones de traición y conspiración, alimentado por una investigación que no logra identificar a los autores intelectuales. La figura de Uribe Turbay se convierte en un mártir para una derecha que se siente justificada para emplear cualquier medio necesario para “salvar al país”. Podrían resurgir grupos de autodefensa, argumentando que el Estado ha perdido el monopolio de la fuerza. Acorralado y con una gobernabilidad cada vez más precaria —simbolizada por la renuncia de figuras clave como Laura Sarabia—, el gobierno de Petro podría radicalizar sus posturas, interpretando cualquier oposición como un intento de golpe blando. La democracia se mantendría de nombre, pero sus instituciones se vaciarían de contenido, convirtiéndose en un campo de batalla donde la eliminación del adversario es el único objetivo.
Escenario 2: La Catarsis Colectiva y la Reinvención del Pacto (El Futuro Optimista)
Aunque menos probable, este escenario contempla que el shock del atentado genere una reacción de rechazo a la violencia tan profunda que fuerce a las élites políticas a un diálogo impensado. Un gesto de grandeza, ya sea del propio Uribe Turbay si se recupera o de otros líderes de diversos espectros, podría abrir una ventana para un pacto nacional por la defensa de la vida y la democracia. El foco se desplazaría de la culpa a la solución. La controvertida Asamblea Constituyente podría ser reemplazada por una mesa de acuerdos nacionales sobre reformas clave en justicia, seguridad y desarrollo rural. En este futuro, Colombia no solo evitaría la catástrofe, sino que saldría fortalecida, transformando una herida profunda en una cicatriz de resiliencia y madurez democrática. Sería una lección para el mundo sobre cómo desactivar la polarización extrema.
Escenario 3: La Degradación Crónica (El Futuro más Plausible)
Aquí, Colombia ni implosiona ni se reinventa: se acostumbra a vivir en un estado de crisis permanente y disfuncionalidad. Uribe Turbay sobrevive, pero la tensión política no cede. El gobierno y la oposición se atrincheran en sus posiciones, manteniendo un equilibrio inestable de mutuo bloqueo. La política se vuelve un espectáculo de bajo impacto, donde las campañas se libran en la superficialidad de plataformas como TikTok, buscando la viralidad del momento en lugar de la construcción de consensos, como ya se empieza a observar. La gobernabilidad se vuelve un ejercicio de supervivencia diaria, con un Ejecutivo debilitado por fracturas internas y un Congreso fragmentado. La ciudadanía, agotada y cínica, se desconecta progresivamente de una democracia que no resuelve sus problemas, dejando el terreno fértil para futuros populismos de cualquier signo. La violencia política no se generaliza, pero permanece como una amenaza latente, un recordatorio constante de que el sistema puede romperse en cualquier momento.
La crisis colombiana no es un drama ajeno. Para Chile, es un espejo que refleja futuros potenciales y una advertencia ineludible. Las dinámicas de fragmentación, la desconfianza en las instituciones y la polarización que ve a los adversarios como enemigos existenciales son tendencias presentes en la sociedad chilena. El fallido proceso constituyente y la creciente crispación del debate público son síntomas de una fractura que, si no se gestiona, puede derivar en una erosión democrática similar a la que amenaza a Colombia.
El atentado contra Uribe Turbay subraya un riesgo particular: la intersección entre la inestabilidad política y el crimen organizado, un fenómeno que Chile recién comienza a experimentar con preocupación. La experiencia colombiana enseña que cuando la política se debilita y el Estado se fragmenta, los actores no estatales ganan poder, desafiando el monopolio de la fuerza y corrompiendo las instituciones desde adentro.
La lección fundamental para Chile no es la predicción de una violencia idéntica, sino el reconocimiento de que la salud de una democracia depende de la voluntad de sus actores para preservar un terreno común de diálogo, incluso en medio del disenso más profundo. Cuando ese terreno se pierde, se abren las puertas a los fantasmas que hoy recorren Colombia.
El futuro no está escrito. La bala que hirió a Miguel Uribe Turbay abrió una encrucijada. El camino que tome Colombia ofrecerá lecciones cruciales para una región que observa, conteniendo la respiración, si es posible aún conjurar los demonios del pasado o si estos han regresado para quedarse.