En la comuna de Estación Central, cuatro torres de más de 30 pisos se alzan como monumentos a la parálisis. Son los "edificios fantasmas": estructuras terminadas pero vacías, atrapadas en una telaraña de permisos denegados, disputas políticas y vacíos regulatorios. Miles de departamentos que podrían aliviar la crisis de vivienda son hoy un espejismo de hormigón. Este caso no es una anomalía; es el síntoma más visible de un mal que corroe las bases del desarrollo chileno: la "permisología".
Lo que antes era un debate técnico, confinado a los informes de economistas y gremios empresariales, hoy es una fractura expuesta en el corazón de la política nacional. Existe un consenso casi unánime en el diagnóstico: el laberinto de más de 380 autorizaciones sectoriales, repartidas en decenas de organismos, frena la inversión, encarece la vida y posterga soluciones urgentes. Sin embargo, el acuerdo se desvanece al discutir la cura. La reciente Ley de Permisos, diseñada por el Ejecutivo para ser un pilar de la reactivación, fue llevada al Tribunal Constitucional por 42 diputados de su propia coalición, quienes la acusan de ser una "regresión ambiental".
Esta colisión de visiones define la encrucijada actual de Chile. El futuro del país no se juega solo en las urnas o en los mercados, sino en la capacidad de rediseñar su propia maquinaria administrativa. A continuación, se exploran tres escenarios probables que emergen de esta tensión.
En este futuro, la inercia gana. La pugna política neutraliza cualquier reforma significativa. La Ley de Permisos es desmantelada en el Tribunal Constitucional o su implementación se vuelve tan engorrosa que resulta inocua. La desconfianza entre el mundo político, el sector privado y las comunidades se profundiza hasta volverse irreconciliable.
Las consecuencias son directas y devastadoras. La crisis de vivienda se agudiza; los "edificios fantasmas" de Estación Central se replican en otras comunas, mientras los campamentos y el hacinamiento crecen. La incertidumbre jurídica se convierte en la norma, disuadiendo la inversión a largo plazo. Proyectos estratégicos para la transición energética —hidrógeno verde, nuevas minas de cobre y litio— quedan entrampados durante años en un ciclo de evaluaciones, judicialización y vetos políticos. Chile observa desde la barrera cómo se desvanece una oportunidad histórica para reindustrializarse y liderar la economía verde, tal como advierten economistas de todo el espectro.
Bajo este escenario, la cultura del "exceso de controles" y el "olvido del propósito" que describen algunos analistas se consolida. Los funcionarios públicos, temerosos de la responsabilidad personal, optan por la inacción. El Estado, más que un garante del bien común, es percibido como un obstáculo insalvable, alimentando la frustración ciudadana y el populismo antisistema.
Como reacción al estancamiento crónico, el péndulo oscila violentamente hacia el otro extremo. Un futuro gobierno, con un fuerte mandato para "reactivar Chile a toda costa", impulsa una agenda de desregulación radical. Se eliminan permisos, se acortan plazos drásticamente y se generaliza el uso de declaraciones juradas simples, incluso para proyectos de alto impacto, bajo la premisa de que el Estado debe "quitarse del camino".
El resultado es un auge económico de corto plazo. La inversión se dispara y las grúas vuelven a poblar el paisaje. Sin embargo, la velocidad tiene un costo oculto. Los temores de quienes hoy se oponen a la reforma se materializan: la protección ambiental y la participación ciudadana se debilitan. Surgen nuevas "zonas de sacrificio" y se intensifican los conflictos socioambientales, ya que las comunidades son excluidas de las decisiones y solo pueden reaccionar cuando el daño es inminente o irreversible.
El modelo de los "guetos verticales", que la administración de Estación Central intentó frenar, resurge con respaldo legal, generando ciudades más segregadas y con peor calidad de vida. El crecimiento económico no se traduce en un desarrollo equitativo. La desconfianza no desaparece, simplemente cambia de forma: del temor a la parálisis estatal al temor de un Estado capturado por intereses que ignoran el bienestar colectivo y el equilibrio ecológico. La prosperidad se construye sobre cimientos frágiles, sembrando las semillas de una futura crisis social y ambiental.
Este es el camino más estrecho y complejo, pero también el más prometedor. Requiere un nuevo pacto social y político que supere la falsa dicotomía entre crecimiento y protección. El objetivo no es menos regulación, sino una regulación inteligente, ágil y con propósito.
La piedra angular de este futuro es una transformación digital radical del Estado. Se implementa una verdadera "Ventanilla Única Digital" que no es un mero portal, sino una plataforma inteligente que integra todos los permisos. Utilizando inteligencia artificial, guía a los solicitantes, automatiza la verificación de requisitos para proyectos de bajo impacto y asigna los recursos de fiscalización del Estado de manera eficiente, concentrándose en los proyectos de mayor riesgo y complejidad.
En este modelo, la discrecionalidad política se reduce. Las decisiones se basan en criterios técnicos, públicos y transparentes. La participación ciudadana se adelanta: en lugar de ser un obstáculo al final del proceso, se integra de manera vinculante en las etapas tempranas de planificación territorial, como en la elaboración de los Planes Reguladores Comunales. Esto previene conflictos futuros al definir las reglas del juego de antemano.
Este escenario exige un cambio de mentalidad: el sector privado debe aceptar que la certeza jurídica incluye el cumplimiento de estándares sociales y ambientales rigurosos, y los defensores del medio ambiente deben aceptar que la eficiencia y la agilidad no son sinónimos de desprotección. El Estado se fortalece, no en tamaño, sino en capacidades técnicas y en su rol como articulador estratégico.
Estos tres futuros no son destinos inevitables, sino posibilidades abiertas que se configuran con las decisiones de hoy. La crisis de la "permisología" ha obligado a Chile a mirarse en un espejo incómodo, uno que refleja la tensión entre su anhelo de prosperidad y su deber de proteger a sus ciudadanos y su entorno. La salida del laberinto de papel no pasa por derribar sus muros a ciegas ni por resignarse a caminar en círculos. Exige trazar un nuevo mapa, uno que solo puede dibujarse a través del diálogo, la innovación y una visión compartida de futuro.