La muerte de Mario Vargas Llosa no es solo el adiós a un Premio Nobel; es el cierre simbólico de un capítulo en la historia intelectual de América Latina. Con él desaparece el último exponente de una estirpe casi extinta: el intelectual total, aquel cuya autoridad literaria se traducía en una voz gravitante en el debate público, capaz de interpelar al poder y de proponer un horizonte para la sociedad. Su trayectoria, desde la fascinación juvenil con Sartre hasta su madura defensa de Popper y Berlin, encarna la odisea ideológica del siglo XX latinoamericano. Hoy, su ausencia no deja un vacío, sino un campo de batalla abierto donde se disputan el futuro de sus ideas y el rol mismo del pensamiento en la vida pública.
El modelo del intelectual que representó Vargas Llosa —junto a figuras como Octavio Paz o Gabriel García Márquez— se forjó en una era de medios masivos y narrativas cohesionadas. Sus novelas, desde _La ciudad y los perros_ hasta _La fiesta del Chivo_, no eran mero entretenimiento; eran herramientas de disección social, actos políticos que desnudaban la corrupción, el autoritarismo y los fanatismos. Su poder residía en la capacidad de construir “la verdad de las mentiras”, ofreciendo un relato complejo y profundo que la inmediatez periodística no podía capturar.
El futuro post-Vargas Llosa se proyecta en un ecosistema mediático radicalmente distinto, fragmentado y algorítmico. La figura del intelectual como faro moral es desplazada por un archipiélago de voces: académicos de nicho, activistas monotemáticos, influencers y polemistas mediáticos. La influencia ya no se construye sobre una obra monumental, sino sobre la capacidad de generar impacto inmediato en redes sociales. El riesgo es evidente: la sustitución del debate profundo por la polarización estridente. La pregunta a futuro no es quién ocupará el lugar de Vargas Llosa, sino si un lugar semejante puede siquiera existir en la nueva plaza pública digital.
Vargas Llosa no fue un liberal de manual; fue su principal evangelizador y defensor en una región históricamente seducida por el autoritarismo y el populismo. Su liberalismo era integral: defendía con igual fervor la libertad económica, la democracia política y los derechos individuales, sin importar si la amenaza provenía de una dictadura de izquierda como la cubana o de una de derecha como la de Pinochet. Su célebre frase, “todas las dictaduras son inaceptables”, fue su brújula y su legado.
Su muerte deja a esta visión del liberalismo en una encrucijada crítica. A futuro, se vislumbran dos trayectorias de riesgo:
El escenario más probable a mediano plazo es una pugna entre populismos iliberales, donde la defensa de una libertad integral se vuelve una posición minoritaria y de resistencia. El gran desafío para las nuevas generaciones será reconstruir un proyecto liberal creíble, capaz de responder a las demandas de justicia social sin sacrificar las libertades fundamentales.
¿Cuál es el rol del escritor tras el fin de la era de los “gigantes”? La relación entre literatura y política, tan central en la obra de Vargas Llosa, se está redefiniendo. Se abren varios futuros posibles para el creador literario:
Lo que parece desvanecerse es la ambición de escribir la gran novela nacional, de capturar el alma de un país en un solo relato, como lo intentó Vargas Llosa con su célebre pregunta: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. La narrativa del futuro probablemente será un mosaico, un conjunto de voces polifónicas que reflejen una realidad más fragmentada. El poder del escritor ya no residirá en ser la conciencia de una nación, sino en iluminar un fragmento de ella con una intensidad única.
El fin de la era Vargas Llosa no decreta el fin del pensamiento crítico, pero sí nos obliga a preguntarnos qué nuevas formas adoptará y desde dónde nos hablará. La conversación en la catedral ha terminado, y ahora el eco de sus preguntas resuena en un espacio público más ruidoso, más incierto y, por ahora, sin un nuevo arquitecto a la vista.