La muerte del Papa Francisco el 21 de abril de 2025 no fue un punto final, sino el pistoletazo de salida para una de las transiciones más críticas de la historia moderna de la Iglesia Católica. Su fallecimiento, tras un pontificado de doce años que buscó sacar a la institución de su epicentro europeo para llevarla a las "periferias" del mundo, ha dejado un trono vacío y una pregunta fundamental: ¿hacia dónde se dirigirá ahora una de las fuerzas espirituales y diplomáticas más influyentes del planeta?
El legado de Francisco, recordado en sus últimas horas por su llamado a la misericordia, la justicia y la paz, como destacó el Cardenal chileno Fernando Chomali, es precisamente el campo de batalla sobre el que se decidirá el futuro. Su papado fue una apuesta audaz por una Iglesia en "salida", dialogante y menos dogmática, una visión que generó tanto fervor en el Sur Global como una silenciosa pero férrea resistencia en los bastiones conservadores de Europa y Estados Unidos.
El próximo cónclave no será una mera elección, sino un referéndum sobre la "revolución franciscana". Los cardenales electores, muchos de ellos nombrados por el propio Francisco, se enfrentan a tres caminos divergentes que definirán el alma del catolicismo.
Este escenario implica la elección de un sucesor que profundice las reformas. Nombres como el del cardenal filipino Luis Antonio Tagle o el italiano Matteo Zuppi representan esta vía. Un papado liderado por Tagle consolidaría el giro demográfico y teológico hacia Asia y el Sur Global, priorizando una pastoral de la cercanía sobre la rigidez doctrinal. Sería una Iglesia más sinodal, descentralizada y enfocada en la justicia social y el diálogo interreligioso. Esta opción, sin embargo, arriesga acentuar la fractura con los sectores más tradicionales que ya veían con recelo el pontificado de Francisco.
En el polo opuesto se encuentra la posibilidad de una corrección doctrinal. Figuras como el cardenal guineano Robert Sarah encarnan una visión que busca reafirmar la identidad católica a través de la claridad dogmática y la liturgia tradicional. Un Papa de este perfil podría revertir las aperturas pastorales de Francisco en temas como la comunión a los divorciados vueltos a casar o la bendición a parejas del mismo sexo, y enfocaría el poder de la Iglesia en las "guerras culturales" contra la secularización. Este camino podría reunificar a los sectores conservadores, pero a costa de alienar a la base progresista y a gran parte de los fieles del Sur Global, que conectaron profundamente con el estilo de Francisco.
Cuando las facciones están irreconciliablemente divididas, a menudo emerge una figura de compromiso. El Secretario de Estado, Pietro Parolin, es el arquetipo de este candidato. Un diplomático de carrera, su papado sería menos ideológico y más gerencial, enfocado en estabilizar la institución, sanear las finanzas vaticanas y mantener la neutralidad diplomática de la Santa Sede. Sería un pontificado de pausa, diseñado para calmar las aguas y preparar a la Iglesia para una futura elección más definitoria, aunque podría ser criticado por su falta de visión profética.
La muerte de un Papa es un evento intrínsecamente geopolítico. El funeral de Francisco, que reunió en un mismo espacio a líderes tan dispares como Donald Trump y Volodímir Zelenski, demostró que el Vaticano sigue siendo un nexo diplomático único. La orientación del próximo pontífice tendrá consecuencias tangibles en la escena mundial.
Un sucesor en la línea de Francisco probablemente continuaría con una diplomacia activa de mediación en conflictos como el de Ucrania, la defensa de los migrantes y una crítica constante al nacionalismo populista. Por el contrario, un Papa conservador podría realinear a la Santa Sede con movimientos políticos de derecha en Occidente, cambiando su rol de mediador neutral por el de un actor en la contienda ideológica global. La relación con superpotencias como Estados Unidos y China dependerá críticamente de quién ocupe la Silla de Pedro.
Quizás la metáfora más poderosa del desafío que enfrenta el próximo Papa es la compleja y dolorosa relación de Francisco con su propia patria. Como documentan múltiples análisis, Jorge Bergoglio nunca regresó a Argentina como pontífice. Su decisión, motivada por el temor a ser instrumentalizado en medio de la profunda polarización política o "grieta" del país, es un presagio. Sus tensas relaciones con los gobiernos de Kirchner, Macri y Milei ilustran cómo el mensaje papal es inevitablemente filtrado, distorsionado y cooptado por las agendas políticas locales.
El próximo Papa heredará este dilema a escala planetaria. En un mundo fragmentado por la desinformación y el tribalismo político, ¿cómo puede un líder espiritual hablarle a toda la humanidad sin que su mensaje sea convertido en un arma por una facción u otra? La historia del "Papa que nunca volvió a casa" es una advertencia: el mayor desafío no será solo liderar la Iglesia, sino encontrar una voz que pueda ser escuchada por encima del ruido de un mundo dividido.
El humo que se eleve de la Capilla Sixtina no anunciará simplemente un nombre. Revelará la apuesta de la Iglesia Católica para el próximo capítulo de su historia: si continuará el camino de Francisco de abrazar la complejidad del mundo, con todos sus riesgos, o si optará por replegarse hacia la seguridad de sus murallas doctrinales. El trono está vacío, pero la batalla por su significado apenas ha comenzado.