La ratificación de la condena a seis años de prisión domiciliaria e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos contra Cristina Fernández de Kirchner es mucho más que el epílogo de un largo proceso judicial. Es un sismo político cuyas réplicas redefinirán el mapa de poder en Argentina durante la próxima década. El fallo del 10 de junio de 2025 no cierra la famosa "grieta"; por el contrario, la excava más hondo, solidificando dos relatos irreconciliables que marcarán los futuros posibles del país.
Por un lado, para el gobierno de Javier Milei y una parte significativa de la sociedad, la sentencia representa un triunfo institucional sin precedentes: la prueba de que nadie está por encima de la ley y el cumplimiento de una promesa central de la campaña contra la "casta política". Por otro, para el kirchnerismo y sus adherentes, es la consumación de una "proscripción" orquestada por el poder judicial y mediático, transformando a su líder en una mártir política. Este choque de narrativas no es solo retórico; es el motor de los escenarios que se proyectan a mediano y largo plazo.
Con su principal figura neutralizada electoralmente, el peronismo se enfrenta a su mayor crisis de identidad desde el retorno de la democracia. A corto plazo, la figura de Cristina Kirchner, transmitiendo directrices desde su reclusión domiciliaria, podría actuar como un factor de cohesión. La victimización tiende a unificar y disciplinar a las bases, como se vio en las masivas movilizaciones de apoyo. Sin embargo, esta estrategia tiene un horizonte limitado.
A mediano plazo, la pregunta clave es si se impondrá el "efecto Menem" o el "efecto Lula". Carlos Menem, tras su arresto domiciliario, vio su capital político diluirse hasta la irrelevancia. Luiz Inácio Lula da Silva, en cambio, utilizó su tiempo en prisión para construir una épica de resiliencia que lo catapultó de nuevo al poder. La diferencia crucial es que la inhabilitación de Kirchner es perpetua, lo que inclina la balanza hacia un ocaso político más definitivo, similar al de Menem.
Esto abre una descarnada batalla por la sucesión. Dos figuras emergen con fuerza: el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, como heredero del ala más dura y doctrinaria del kirchnerismo; y Sergio Massa, excandidato presidencial, como representante de un peronismo más pragmático y dialoguista. La tensión entre estas dos visiones podría llevar al movimiento a una de dos rutas: una fragmentación que lo debilite electoralmente por años o una compleja y conflictiva síntesis que dé a luz a un nuevo liderazgo, ya sin la sombra tutelar de su antigua reina.
Para el gobierno de Javier Milei, la condena es, en apariencia, una victoria total. No solo elimina a su principal adversaria política del tablero electoral, sino que valida su discurso fundacional. La imagen de una expresidenta condenada por corrupción es la materialización perfecta del enemigo que Milei prometió combatir. Esto podría fortalecer su base de apoyo y darle un nuevo impulso político.
Sin embargo, este triunfo encierra una paradoja. Al desaparecer su antagonista más visible, el gobierno pierde su principal elemento de contraste y movilización. La atención pública, ya sin el "fantasma del kirchnerismo" como amenaza inminente, se centrará de manera más crítica en los resultados de la gestión libertaria: la inflación, el desempleo, la pobreza y la seguridad. Si la recuperación económica no se materializa, el relato anti-casta podría perder eficacia.
El futuro del proyecto de Milei dependerá de su capacidad para trascender la polarización con el kirchnerismo y ofrecer resultados tangibles. De lo contrario, corre el riesgo de que la narrativa dominante deje de ser "Milei contra la corrupción K" para convertirse en "la sociedad contra los efectos del ajuste de Milei".
Quizás el escenario más probable y riesgoso es aquel donde la polarización no se resuelve, sino que se enquista en las instituciones, generando un ciclo de inestabilidad permanente. La condena, lejos de fortalecer el Estado de Derecho, lo ha puesto en disputa. Para casi la mitad del país, el Poder Judicial ha dejado de ser un árbitro neutral para convertirse en un actor político con una agenda propia.
Esta desconfianza institucional tiene consecuencias directas. La estrategia del kirchnerismo de apelar a cortes internacionales y denunciar "lawfare" busca deslegitimar el fallo y, por extensión, al sistema que lo produjo. A nivel doméstico, esto se traduce en un clima de confrontación constante: movilizaciones callejeras, paros sindicales y un bloqueo sistemático en el Congreso. La gobernabilidad se vuelve una tarea titánica en un país donde las reglas básicas del juego democrático son cuestionadas por un sector político mayoritario.
Esta inestabilidad crónica ahuyenta la inversión, dificulta la implementación de políticas a largo plazo y mantiene a la sociedad en un estado de fatiga y crispación. Argentina podría entrar en una fase de "peruanización" política, caracterizada por la debilidad presidencial, la fragmentación parlamentaria y la judicialización de la política como norma.
El futuro de Argentina no será una elección entre estos escenarios, sino una combinación volátil de los tres. El país se adentra en un túnel de reconfiguración política cuyo desenlace es incierto. El peronismo está obligado a un proceso de duelo y reinvención que será público, conflictivo y definitorio para su supervivencia como fuerza mayoritaria. El gobierno de Milei tiene una ventana de oportunidad para consolidar su proyecto, pero el tiempo y la paciencia social son limitados.
La condena a Cristina Kirchner ha cerrado un capítulo de la historia argentina, pero ha abierto otro mucho más impredecible. La pregunta que queda suspendida en el aire no es solo quién liderará el futuro, sino si las instituciones del país podrán soportar el peso de una sociedad fracturada que ya no comparte un diagnóstico común sobre su pasado ni un horizonte de expectativas sobre su porvenir.