En las afueras de las ciudades chilenas, entre parcelas y caminos rurales, están floreciendo silenciosamente nuevos paisajes: los cementerios de mascotas. A primera vista, podrían parecer una excentricidad, una imitación de los ritos humanos para el consumo de unos pocos. Sin embargo, una mirada más profunda revela que estos "jardines de afectos" son uno de los sismógrafos más sensibles de una transformación social que ya está en marcha. No anuncian un futuro lejano; son la manifestación tangible de un presente que redefine qué significa la familia, el duelo y la conexión en el Chile del siglo XXI.
La señal de origen no es la muerte, sino la vida compartida. Cuando estudios revelan que más del 70% de los hogares chilenos tiene al menos una mascota y que una proporción similar de dueños comparte su cama con ellas buscando seguridad y bienestar emocional, se evidencia un cambio de estatus: el animal ha trascendido su rol de compañía para convertirse en un pilar afectivo central. Este vínculo, intensificado durante la pandemia y consolidado por nuevas generaciones que postergan la paternidad, es el motor de todo lo que sigue. Como lo admite sin rodeos el alto ejecutivo de un gigante como Nestlé al justificar una inversión millonaria en su planta de alimentos para mascotas: existe una correlación directa entre la baja natalidad y el auge de la tenencia de animales. Las mascotas no están "reemplazando" a los hijos; están ocupando un nuevo espacio emocional validado socialmente.
El viaje emocional que lleva a una mascota de la cama al panteón es la culminación de un proceso de antropomorfización afectiva. Si un perro o un gato es capaz de mitigar la ansiedad, regular el sueño y generar oxitocina —la "hormona del amor"—, su pérdida deja de ser un evento menor para convertirse en una fractura emocional significativa. El duelo, antes vivido en la intimidad o incluso con cierta vergüenza, hoy reclama un espacio público y un ritual que lo valide.
Los cementerios de mascotas, con sus lápidas grabadas, flores frescas y epitafios sentidos, son la respuesta a esa necesidad. Medios regionales de Arica a Valdivia los describen no como negocios, sino como "refugios para el duelo" y "homenajes a la lealtad". Este lenguaje revela una demanda colectiva por legitimar un dolor que la sociedad tradicionalmente no reconocía. El acto de enterrar a un animal junto a otros, en un espacio consagrado a su memoria, transforma el vínculo privado en una experiencia comunitaria y le otorga una dignidad antes reservada exclusivamente a los humanos.
Este cambio cultural tiene un correlato económico directo y expansivo. La inversión de US$ 30 millones de Nestlé Purina en Teno es solo la punta del iceberg de una "economía del afecto" que se proyecta a crecer entre un 5% y 7% anual. Este mercado ya no se limita a la alimentación; se ha sofisticado hacia productos y servicios que replican el ecosistema del cuidado humano.
A medio plazo (2025-2030), veremos la consolidación de esta industria con escenarios probables como:
El fenómeno trasciende lo económico y toca el núcleo de la organización social. En una sociedad con más hogares unipersonales y parejas sin hijos, los rituales asociados a las mascotas llenan un vacío de conexión y propósito. Estos actos no son una simple copia, sino la creación de nuevas tradiciones para una estructura social emergente.
Mirando hacia el largo plazo (2030-2040), podemos vislumbrar varios futuros plausibles, marcados por puntos de inflexión críticos:
Estos "jardines de afectos", por tanto, son mucho más que el destino final de un cuerpo. Son el campo de pruebas donde la sociedad chilena ensaya sus futuras formas de amar, de recordar y de construir familia. La manera en que estos espacios evolucionen, sean regulados, criticados o adoptados masivamente, no solo definirá el futuro de nuestra relación con los animales, sino que trazará el contorno de nuestra propia humanidad.