Lo que hasta hace poco parecía una hipérbole de campaña o una bravata en redes sociales, hoy se materializa como una directriz gubernamental. Las recientes amenazas del presidente Donald Trump de investigar la ciudadanía y explorar la deportación de figuras tan dispares como el empresario tecnológico Elon Musk, el candidato a alcalde de Nueva York Zohran Mamdani y la comediante Rosie O"Donnell, no son hechos aislados. Representan las primeras señales visibles de un cambio tectónico en la concepción de la ciudadanía en Estados Unidos: su transformación de un derecho fundamental a un privilegio condicional y revocable, especialmente para los casi 25 millones de ciudadanos naturalizados.
Estas declaraciones no flotan en el vacío. Se sustentan en un memorando del Departamento de Justicia que instruye a los fiscales a priorizar y ampliar los casos de desnaturalización, un proceso para despojar de la nacionalidad a ciudadanos que no nacieron en el país. Este impulso, descrito por sus arquitectos como una versión "turboalimentada" de políticas iniciadas en el primer mandato de Trump, establece un nuevo campo de batalla donde la lealtad política, la disidencia y la propia identidad nacional están en juego. Estamos presenciando el nacimiento de la ciudadanía como arma política, una herramienta de control con profundas implicaciones para el futuro del Estado de Derecho y la cohesión social.
Si la tendencia actual se consolida, el escenario más probable a mediano plazo es una erosión sistemática del principio de igualdad ante la ley. La ampliación de criterios para la desnaturalización —desde fraude en la solicitud hasta delitos posteriores o categorías vagas como amenazas a la "seguridad nacional"— crea una distinción de facto entre ciudadanos nacidos en el país y ciudadanos naturalizados. Estos últimos vivirían bajo una espada de Damocles legal, donde su estatus de pertenencia podría ser reevaluado en función de su conducta o, más peligrosamente, de su alineación política.
Este futuro vería la normalización de la intimidación legal como política de Estado. El "efecto amedrentador" (chilling effect) sobre la libertad de expresión sería inmenso. Un activista, un periodista, un empresario o un simple ciudadano naturalizado podría autocensurarse por temor a que sus críticas al gobierno sean interpretadas como deslealtad y se conviertan en el pretexto para una investigación sobre su estatus migratorio original. A largo plazo, esto podría dar lugar a una nueva clase de apátridas políticos: individuos despojados de su nacionalidad por disidencia, forzados a un exilio sin retorno y con derechos drásticamente mermados. La historia, desde las purgas de la era McCarthy hasta las prácticas de regímenes autoritarios contemporáneos, ofrece sombríos precedentes de cómo la ciudadanía puede ser instrumentalizada para silenciar o eliminar oponentes.
Una posibilidad alternativa es que la propia agresividad de esta política genere su propio antídoto. La extralimitación del poder ejecutivo podría catalizar una fuerte resistencia en múltiples frentes. Desde una perspectiva legal, organizaciones de derechos civiles y juristas ya advierten que estos procesos, especialmente cuando se llevan por la vía civil (con menor carga probatoria para el Estado y sin derecho a un abogado pagado por este), violan garantías constitucionales fundamentales. Es plausible que los tribunales se conviertan en el principal campo de batalla para frenar esta tendencia, reafirmando que la ciudadanía, una vez otorgada, no puede ser retirada de forma arbitraria.
En el plano cívico, la reacción ya ha comenzado a tomar forma. La petición para deportar a Melania Trump, aunque de carácter satírico, es una poderosa señal de disonancia cognitiva constructiva. Expone la hipocresía de la medida y la hace comprensible para un público más amplio, movilizando la opinión pública en contra de lo que se percibe como una injusticia fundamental. Si figuras de alto perfil como Musk o Mamdani deciden librar una batalla legal y mediática, podrían convertirse en catalizadores de un movimiento más amplio que no solo busque revertir esta política, sino fortificar legalmente el estatus de los ciudadanos naturalizados, haciendo más difícil que futuros gobiernos utilicen la nacionalidad como herramienta de coacción.
En el fondo de este conflicto yace una pregunta fundamental: ¿qué es la lealtad y a quién se le debe? La visión que impulsa la política de desnaturalización sugiere que la lealtad se debe al gobierno en el poder y a su agenda. La ciudadanía, bajo esta óptica, es un contrato de adhesión que puede ser rescindido si una de las partes —el ciudadano— incumple las expectativas del Estado.
La visión contraria, arraigada en la tradición liberal democrática, sostiene que la lealtad es hacia los principios fundacionales de la nación —la Constitución, los derechos humanos, la libertad de expresión— y que la disidencia no solo es un derecho, sino un componente vital de una sociedad sana. En este futuro, la ciudadanía es un pilar de la identidad y la seguridad personal, no una ficha de negociación política.
La tensión entre estas dos concepciones definirá la próxima década. La forma en que la sociedad, las cortes y las instituciones políticas respondan a las amenazas de revocación de ciudadanía no solo determinará el destino de millones de personas, sino que también sentará las bases de lo que significará ser ciudadano en un mundo cada vez más polarizado. La pregunta que queda abierta no es solo si un gobierno puede quitarle la nacionalidad a un crítico, sino si una democracia puede sobrevivir si empieza a hacerlo.