El caso de Tomás Bravo ha dejado de ser una crónica policial para convertirse en un espejo incómodo para la sociedad chilena. Iniciado en febrero de 2021 con la desaparición y posterior hallazgo sin vida del niño de tres años en Caripilún, el proceso judicial ha sido una sucesión de tropiezos que culminaron, por ahora, en la absolución de su tío abuelo, Jorge Escobar, el único imputado formal por abandono con resultado de muerte. El tribunal no solo desestimó la acusación por falta de pruebas, sino que validó la "duda razonable" sobre la intervención de terceros y criticó abiertamente las irregularidades en la investigación, como la deficiente protección del sitio del suceso.
Este veredicto, más que cerrar un capítulo, abre una herida más profunda. Deja una pregunta suspendida en el aire: si no fue él, ¿quién fue? Y, más importante aún, ¿es el sistema de justicia chileno capaz de encontrar la respuesta? El caso de Tomás no es un hecho aislado. Se inscribe en una secuencia de fallas que han sacudido la confianza pública: desde la liberación por error de un sicario debido a una cadena de fallos administrativos, hasta la persistente tensión entre la justicia militar y civil, que revela la resistencia de las Fuerzas Armadas a ser investigadas por tribunales ordinarios, incluso en delitos comunes como el narcotráfico.
Estos eventos son las señales emergentes de una tendencia preocupante: la erosión acelerada de la legitimidad institucional. La percepción de impunidad no es solo una sensación, sino una experiencia validada por fallos judiciales que exponen la incompetencia investigativa y la fragilidad procesal. El fantasma de Tomás es, en realidad, el fantasma de una justicia que no llega, alimentando un futuro incierto para el contrato social chileno.
A partir de las señales actuales, podemos proyectar tres grandes escenarios para el futuro de la justicia en Chile a mediano y largo plazo. Estos no son predicciones, sino exploraciones de futuros plausibles que dependerán de decisiones críticas y puntos de inflexión.
En este escenario, el sistema no colapsa, pero se normaliza la ineficiencia. Los casos emblemáticos como el de Tomás Bravo se estancan en un limbo judicial, con investigaciones que se reabren sin resultados concluyentes y responsabilidades administrativas que se diluyen en sumarios interminables. La confianza ciudadana sigue una trayectoria descendente, pero sin provocar una crisis aguda. La sociedad se acostumbra a un cierto nivel de impunidad, generando una apatía cívica y un cinismo generalizado hacia las instituciones.
La acumulación de fallos de alto impacto social provoca una crisis de legitimidad insostenible. La presión ciudadana, articulada por movimientos de víctimas y organizaciones de la sociedad civil, escala a un nivel que ninguna fuerza política puede ignorar. Se abre un debate nacional sobre la necesidad de un nuevo pacto de justicia.
Ante la incapacidad del Estado para proveer justicia, la sociedad comienza a buscarla por otros medios. Este escenario se caracteriza por la pérdida del monopolio estatal de la justicia. En su versión más benigna, proliferan mecanismos de justicia restaurativa y mediación comunitaria al margen del sistema formal. En su versión más peligrosa, se normaliza el vigilantismo y la "justicia por mano propia". Grupos criminales podrían incluso ofrecer "servicios de resolución de conflictos" en territorios donde el Estado está ausente, consolidando su poder.
El camino hacia uno de estos futuros será moldeado por la tensión entre diferentes actores con intereses y visiones contrapuestas.
El caso de Tomás Bravo es mucho más que la tragedia de un niño y su familia. Es un punto de inflexión sistémico. La forma en que Chile procese este y otros fracasos determinará si la confianza rota puede comenzar a repararse. El futuro no está escrito, pero el presente exige una reflexión crítica. Continuar por la senda de la inercia no solo garantiza la impunidad en casos pasados, sino que siembra la semilla de futuras injusticias, debilitando el pilar fundamental de cualquier democracia: la promesa de que, ante la ley, todos somos iguales y nadie está por encima de ella. La pregunta que queda abierta es si la sociedad chilena será capaz de transformar el dolor y la frustración en la energía necesaria para construir un nuevo acuerdo sobre qué significa la justicia en el siglo XXI.