Lo que comenzó como un acto de violencia brutal en un barrio acomodado de Santiago, la agresión de Martín de los Santos a un conserje de 70 años, ha madurado hasta convertirse en un caso de estudio sobre las fracturas del siglo XXI. Más allá del delito y su persecución, el episodio es una señal emergente que proyecta sombras sobre el futuro de la justicia, la soberanía estatal y las jerarquías de clase en un mundo donde las fronteras físicas se desdibujan, pero las digitales se rearman con nuevas formas de poder.
La cronología del caso es, en sí misma, una anatomía de cómo la tecnología ha permeado y alterado los mecanismos de control social. Una audiencia telemática se convierte en un escenario de desafío a la autoridad; una huida del país se transforma en una campaña de relaciones públicas desde el exilio digital; y una captura internacional es narrada en tiempo real por el propio imputado como una vulneración de derechos transmitida a sus seguidores. Este no es solo un caso criminal, es el prototipo de un nuevo tipo de conflicto: el individuo contra el Estado, librado en el campo de batalla de la opinión pública global y con las herramientas de la era de la información.
A mediano plazo, el caso De los Santos podría ser el precursor de un nuevo arquetipo: el prófugo digital. Individuos con recursos económicos y capital social-digital podrían perfeccionar la estrategia de evadir la justicia física mientras construyen una fortaleza narrativa en línea. Este escenario proyecta un futuro donde los prófugos no solo se esconden, sino que activamente disputan la legitimidad del Estado que los persigue.
Podríamos ver el surgimiento de "jurisdicciones personales" en la red, financiadas por criptomonedas y apoyadas por comunidades digitales transnacionales que se identifican con su discurso antisistema. La extradición dejaría de ser un mero trámite legal para convertirse en una compleja negociación política, influenciada por campañas de desinformación y la presión de ejércitos de trolls. El factor de incertidumbre clave aquí es la evolución de las plataformas descentralizadas: si estas logran masificarse, ofrecerían a futuros evasores un refugio aún más difícil de penetrar para los aparatos estatales.
Una posibilidad alternativa es que el desafío planteado por figuras como De los Santos provoque una reacción contundente de los Estados. En este futuro, los gobiernos, viendo amenazada su soberanía, acelerarían la creación de un aparato de justicia transnacional mucho más integrado y tecnológicamente invasivo.
Podrían implementarse protocolos de "alerta digital roja" que no solo activen a las policías, sino que también permitan congelar activos digitales, suspender identidades en línea y limitar el acceso a plataformas de comunicación de forma coordinada entre países. La libertad condicional o las medidas cautelares para ciertos perfiles de imputados podrían incluir, por defecto, el monitoreo digital constante. Este escenario nos llevaría a un internet más balcanizado y controlado, donde la soberanía del Estado se reafirma extendiendo su capacidad de vigilancia y castigo al dominio virtual. El punto de inflexión sería un incidente de mayor gravedad —quizás con implicaciones de seguridad nacional— que justifique la implementación de estas medidas a gran escala.
El motor que impulsó la escalada judicial contra De los Santos fue la indignación pública, amplificada viralmente. Esta dinámica sugiere un tercer escenario, donde la presión social se institucionaliza a través de la tecnología. Los sistemas judiciales, para recuperar la confianza y contrarrestar la percepción de una "justicia para ricos", podrían adoptar herramientas de análisis predictivo que midan el "riesgo de impunidad percibida".
Un algoritmo podría analizar datos de un caso —perfil socioeconómico de las partes, gravedad del delito, reacción en redes sociales— y alertar a los jueces sobre el potencial de una crisis de legitimidad. Esto podría llevar a decisiones cautelares más estrictas en casos de alto perfil, buscando neutralizar la ventaja histórica del privilegio. Sin embargo, este camino está lleno de riesgos: ¿quién diseña los algoritmos? ¿Podría una campaña de odio orquestada manipular el sistema? Este futuro nos enfrenta a una disyuntiva fundamental: una justicia más sensible al clamor popular, pero también potencialmente vulnerable al populismo punitivo y al juicio de la turba digital.
El caso de Martín de los Santos no ofrece una única visión del futuro, sino que revela un campo de tensiones donde estas tres narrativas chocarán. La tendencia dominante es la erosión del monopolio estatal sobre la narrativa de la justicia. El riesgo mayor es que la complejidad del derecho sea reemplazada por la simplicidad binaria de los "me gusta" y el "cancelar". La oportunidad latente reside en que esta misma presión obligue a las instituciones a una introspección forzosa, a confrontar sus sesgos y a volverse, aunque sea por la fuerza de la exposición, más transparentes.
La fuga y captura de un influencer no es el final de una historia, sino el prólogo de una era de preguntas incómodas. ¿Cómo se castiga en un mundo sin fronteras claras? ¿Puede la justicia ser verdaderamente ciega cuando la sociedad la observa con millones de ojos a través de una pantalla? ¿Y quién tiene realmente el poder: el Estado con sus leyes o el individuo con su capacidad de hacerse viral? El futuro de la justicia se está escribiendo en esta intersección, y sus contornos son aún inciertos.