El orden económico global, construido durante décadas sobre los pilares del libre comercio y el multilateralismo, se resquebraja. La reciente andanada de medidas arancelarias impuestas por la administración de Donald Trump —desde un impuesto del 50% al cobre que pone en vilo a Chile, hasta la ruptura de tratados históricos con México y la presión sobre Brasil por razones políticas— no son actos aislados. Son las señales inequívocas de una nueva doctrina operativa: la Doctrina del Caos. Su objetivo es desmantelar el sistema existente para reemplazarlo por una red de acuerdos bilaterales donde el poder, y no las reglas, dicta los términos.
La lógica es simple y disruptiva. Donde antes se veía interdependencia, ahora se percibe vulnerabilidad. Donde había tratados multilaterales, ahora se impone la “reciprocidad” unilateral, definida y ejecutada por Washington. Anuncios como el arancel del 100% a la industria cinematográfica extranjera o los gravámenes a la Unión Europea no buscan simplemente equilibrar balanzas comerciales; buscan relocalizar industrias, reafirmar la soberanía productiva y, fundamentalmente, reescribir las reglas del juego global. La fecha límite del 1 de agosto se perfila como el primer gran punto de inflexión en esta reconfiguración forzada.
A medida que el antiguo orden se disuelve, un futuro probable es la consolidación de bloques económicos geográficamente definidos. Este escenario nos proyecta a un mundo tripolar, o incluso multipolar, donde las naciones se ven obligadas a alinear sus economías con una de las grandes esferas de influencia.
Para países como Chile, cuya economía depende de la apertura global, este escenario presenta un dilema existencial: ¿alinearse con el bloque americano, arriesgando su relación con China (su principal socio comercial), o intentar un precario equilibrio que podría dejarlo aislado?
Una alternativa más caótica es que los bloques no lleguen a consolidarse plenamente, dando lugar a un desorden global generalizado. En este futuro, las alianzas serían fluidas y transaccionales, y la incertidumbre, la norma. Las cadenas de suministro, ya golpeadas por la pandemia, se acortarían drásticamente (nearshoring y reshoring), pero a un costo elevado en eficiencia y precios para el consumidor.
La volatilidad de los mercados, como el histórico salto en el precio del cobre en el Comex tras el anuncio de Trump, sería una constante. Esta distorsión, desconectada de la demanda real y ligada a la especulación arancelaria, demuestra cómo la fragmentación de los mercados puede generar disrupciones profundas. En este mundo, la resiliencia económica se convertiría en la máxima prioridad, pero para economías pequeñas y dependientes de las exportaciones, construir esa resiliencia en solitario sería una tarea titánica.
El uso del arancel ha trascendido lo económico para convertirse en un arma de amplio espectro. La amenaza de un gravamen del 50% a Brasil está explícitamente ligada a la presión para detener el juicio contra el expresidente Jair Bolsonaro, un aliado de Trump. Esto representa la instrumentalización del comercio para fines de política interna y geopolítica, un precedente que desdibuja todas las fronteras conceptuales del derecho internacional.
El futuro inmediato depende de varios puntos de inflexión críticos:
Independientemente del escenario que prevalezca, una certeza emerge: la era de un comercio global predecible y basado en reglas compartidas ha terminado. El péndulo de la historia oscila desde la cooperación hacia la confrontación. El desafío para las naciones, las empresas y los ciudadanos no es ya cómo prosperar en un mundo abierto, sino cómo sobrevivir y encontrar un lugar en uno que se define por sus murallas.