A mediados de 2025, una noticia de París sacudió las páginas de economía y sociedad: trece suicidios en siete meses entre los funcionarios de la Dirección General de Finanzas Públicas. Los sindicatos apuntaron a una cultura de presión insostenible, producto de recortes de personal y metas cada vez más ambiciosas. La administración, por su parte, dudaba en vincular las tragedias directamente a las condiciones laborales. Sin embargo, este drama no es una anécdota francesa. Es una señal de alarma que resuena a nivel global, el síntoma más extremo del colapso de un pacto laboral tácito que ha definido las relaciones de trabajo durante casi un siglo: la lealtad y el esfuerzo a cambio de estabilidad y un propósito claro.
Este acuerdo, forjado en la era industrial, se ha vuelto insostenible en un mundo definido por la fragmentación, la digitalización y una profunda reevaluación de lo que significa “vivir bien”. Lo que vemos no es solo una crisis de salud mental; es el derrumbe de un modelo y la caótica búsqueda de su reemplazo.
Mientras en Chile se debate sobre la negociación ramal, un concepto que asume la existencia de sectores homogéneos y sindicatos representativos, la realidad económica es radicalmente distinta. Como señala la abogada Francisca Vial, insistir en estas fórmulas es “legislar para un fantasma”. El tejido productivo actual está compuesto por un mosaico de trabajadores de planta, freelancers en otros continentes, subcontratados, repartidores de plataformas y algoritmos. En este ecosistema, ¿qué significa “rama”? ¿A quién representa un sindicato con una afiliación que apenas supera el 10% en el sector privado?
Esta fragmentación crea dos realidades paralelas. Por un lado, el trabajador mayor de 50 años, que según estudios de la UDP y Clapes UC, puede tardar hasta 11 meses en reinsertarse laboralmente, víctima de un edadismo corporativo que lo considera obsoleto. Por otro, el emprendedor que, según el “Radar Emprendedor 2025”, busca independencia (51%) y adopta la inteligencia artificial (48%), pero que en un 45% de los casos opera en condiciones económicas adversas. El emprendimiento se convierte así en una vía de escape y, a la vez, en una trampa de precariedad.
El viejo modelo de carrera lineal y seguridad a largo plazo ha muerto. Lo que queda es un archipiélago de trayectorias individuales donde las antiguas herramientas de protección colectiva ya no encajan.
Frente a la desintegración del pacto tradicional, emerge una nueva clase de trabajador: el talento altamente cualificado que ya no negocia solo por un salario. Su principal demanda es la autonomía. Este es el motor detrás de las tendencias como la semana de 40 horas que México planea implementar gradualmente hasta 2030, o los experimentos más radicales como la semana de 32 horas flexibles de lunes a domingo probada por startups en Gales.
Para este segmento, el trabajo ya no es un lugar al que se va, sino una actividad que se integra a la vida. Las empresas que comprendan esto y ofrezcan flexibilidad, propósito y un entorno de bienestar psicológico ganarán la guerra por el talento. La “gran renuncia” no fue un evento puntual, sino el inicio de una migración silenciosa y constante hacia organizaciones que tratan a sus empleados como adultos responsables y no como recursos a exprimir. En este futuro, la oficina con mesa de ping-pong es un cliché obsoleto; la verdadera ventaja competitiva es el respeto por el tiempo y la salud mental del individuo.
Pero este futuro de autonomía no es para todos. La otra cara de la moneda es una creciente bifurcación del mercado laboral. Mientras la élite del talento negocia sus condiciones, una mayoría se enfrenta a una mayor precariedad. Aquí se encuentran los trabajadores mayores, los menos cualificados digitalmente y aquellos en roles fácilmente automatizables.
La inteligencia artificial juega un doble papel. Para el emprendedor ágil, es una herramienta de democratización. Para el trabajador de cuello azul o administrativo, es una amenaza existencial. El “Radar Emprendedor” ya muestra una brecha digital: solo el 27% de los emprendedores mayores de 50 años usa IA. Esta brecha se replicará a gran escala en el mercado laboral.
En el peor de los escenarios, las empresas utilizarán la tecnología no para liberar a los humanos de tareas tediosas, sino para gestionar el descontento a través del control algorítmico: monitoreo de productividad, asignación de tareas deshumanizada y una constante evaluación que erosiona la confianza. El resultado no es la rebelión abierta, sino la apatía, el quiet quitting y la cronificación de los problemas de salud mental que vimos en Francia, pero a una escala masiva y silenciosa.
La dirección que tome cada organización dependerá críticamente de su liderazgo. El modelo del jefe que exige “soluciones, no problemas”, descrito por el experto en innovación Daniel Chiang, es el principal motor de las culturas del silencio. En estas organizaciones, el miedo a la crítica (reconocido por el 85% de los ejecutivos, según McKinsey) impide identificar los fallos a tiempo. Los problemas se ocultan bajo la alfombra hasta que la crisis es inevitable, ya sea en forma de un proyecto fallido, una fuga de talento o, en el extremo, una tragedia humana.
El futuro exige un cambio radical hacia un liderazgo que cultive la seguridad psicológica. Un líder que entienda que un problema expuesto a tiempo es un regalo, y que la vulnerabilidad es el punto de partida de la innovación y la resiliencia. Las organizaciones que logren construir estos ecosistemas de confianza no solo atraerán al mejor talento, sino que serán las únicas capaces de adaptarse a un entorno de incertidumbre constante.
El colapso del viejo pacto laboral no tiene por qué conducir a un futuro distópico. Pero navegar sobre sus escombros requiere reconocer que las viejas brújulas ya no sirven. La pregunta clave para empresas, gobiernos e individuos ya no es cómo hacer que la gente trabaje más, sino cómo construir sistemas donde el trabajo contribuya al bienestar humano en lugar de destruirlo.