El 28 de abril de 2025, la Península Ibérica se sumió en la oscuridad. No fue un corte de luz localizado, sino un colapso sistémico que paralizó a dos naciones y dejó a 50 millones de personas sin electricidad. El transporte se detuvo, las comunicaciones se cortaron y la economía digital, dependiente de transacciones instantáneas, se congeló, generando pérdidas estimadas en 400 millones de euros en un solo día. Oficialmente, se habló de una falla en cascada, un “modelo de queso suizo” donde múltiples vulnerabilidades se alinearon fatalmente. Sin embargo, la ausencia de una causa única y definitiva dejó una pregunta flotando en el aire: ¿Y si no fue un accidente?
Ese evento, más que una noticia pasajera, fue una grieta en la fachada de nuestra modernidad. Expuso la delgada línea sobre la que camina una sociedad que ha externalizado su memoria a la nube, su comercio a las terminales de pago y su seguridad a una red eléctrica que damos por sentada. El apagón ibérico es la señal de advertencia de un futuro donde la interrupción del flujo energético puede ser no solo una posibilidad técnica, sino una estrategia de poder.
A medio plazo, la incapacidad de determinar con certeza el origen del apagón podría alimentar una era de desconfianza geopolítica. En este escenario, la infraestructura energética se convierte en el campo de batalla silencioso del siglo XXI. Actores estatales y no estatales podrían ver los ataques a redes eléctricas y cables de comunicación submarinos como una forma de guerra asimétrica, más barata y negable que un conflicto convencional.
La consecuencia directa sería la militarización de la infraestructura crítica. Veríamos un aumento exponencial en la inversión en ciberseguridad, vigilancia satelital de corredores energéticos y una retórica de “seguridad nacional” que justificaría un mayor control estatal sobre las redes. Este futuro nos lleva hacia una “balcanización” energética y digital: bloques de poder que buscan la autosuficiencia no por sostenibilidad, sino por defensa, creando “islas” energéticas y de datos para protegerse de un adversario invisible. El temor a un apagón provocado se convertiría en una herramienta de disuasión y coerción en las relaciones internacionales.
Una posibilidad alternativa, y no menos perturbadora, es que la causa del apagón no provenga de un estado-nación, sino de actores internos radicalizados. A medida que los efectos de la crisis climática se vuelven innegables y la acción política parece insuficiente, podrían surgir grupos ecologistas radicales que abandonen la protesta por el sabotaje directo.
En su visión, un apagón masivo no es un acto de terror, sino un “reseteo forzoso”: una forma de detener la máquina industrial que consume el planeta. Este escenario plantea un profundo dilema ético y de seguridad. ¿Cómo respondería el Estado a una amenaza que actúa en nombre de un bien mayor percibido? La narrativa se polarizaría entre quienes los ven como terroristas que atentan contra la vida moderna y quienes, en silencio, los consideran los únicos con el coraje de actuar. Esto podría desencadenar una espiral de represión estatal y radicalización, donde la lucha por el futuro del planeta se libra en la oscuridad, saboteando los cimientos de la civilización que se busca salvar.
Sin embargo, el shock del gran apagón también podría ser el catalizador de un futuro radicalmente diferente, uno no basado en el miedo y el control, sino en la autonomía y la resiliencia. La desconfianza hacia el sistema centralizado, que demostró ser tan vulnerable, podría impulsar un movimiento masivo hacia la descentralización energética.
En este futuro, la seguridad no reside en fortalecer un único y gigantesco sistema, sino en la multiplicación de nodos autónomos. Las comunidades, los barrios e incluso los hogares invertirían en microgrids, paneles solares, almacenamiento en baterías y cooperativas energéticas locales. El foco se desplazaría de la eficiencia a gran escala a la resiliencia a escala humana. Ser prosumidor —productor y consumidor de energía— se convertiría en una aspiración cívica. Este modelo no solo ofrece una mayor seguridad ante fallos sistémicos o ataques, sino que también democratiza el poder, tanto literal como figuradamente, devolviendo el control sobre un recurso esencial a las manos de la comunidad.
El camino que tomemos no será único. Lo más probable es que estos futuros coexistan en una tensión constante. Los gobiernos y las grandes corporaciones, guiados por la lógica de la seguridad y el control, invertirán miles de millones en blindar la red centralizada, adoptando la mentalidad de la "Guerra de los Cables". Al mismo tiempo, a nivel local, crecerá un movimiento ciudadano hacia la descentralización, impulsado por el recuerdo de la vulnerabilidad y el deseo de autonomía.
El apagón ibérico de 2025 nos dejó una lección fundamental: la invulnerabilidad era una ilusión. La memoria de esa oscuridad nos obliga a enfrentar una elección crítica. ¿Reforzamos las viejas murallas de un sistema que, aunque poderoso, es inherentemente frágil? ¿O comenzamos a construir miles de refugios energéticos, más pequeños, autónomos y resilientes? La respuesta que demos a esta pregunta definirá no solo cómo encenderemos la luz, sino la naturaleza de nuestra seguridad, nuestra comunidad y nuestra confianza en el incierto siglo que tenemos por delante.