Lo que hace unos meses se anunciaba como un acto de reparación y memoria histórica —la adquisición por parte del Estado de la casa del expresidente Salvador Allende en la calle Guardia Vieja— hoy es el epicentro de una compleja crisis que entrelaza acusaciones de negligencia administrativa, espionaje y presunto tráfico de influencias. Más de 90 días después de que el escándalo estallara, la compraventa está paralizada, pero sus consecuencias políticas y judiciales siguen expandiéndose. El contrato y los cheques permanecen en una notaría, un recordatorio tangible de un proyecto que, en su intento por recuperar el pasado, fracturó el presente del oficialismo y puso en jaque la confianza en el círculo más cercano al Presidente Gabriel Boric.
La iniciativa, impulsada personalmente por el Presidente Boric con el fin de convertir el inmueble en un museo, se topó con un obstáculo fundamental: la Constitución prohíbe a parlamentarios y ministros de Estado celebrar contratos con el Fisco. Las vendedoras eran nada menos que la entonces senadora Isabel Allende y la entonces ministra de Defensa, Maya Fernández, ambas herederas de la propiedad. Este error, que pasó inadvertido por los filtros jurídicos de La Moneda, fue el primer detonante.
Las consecuencias fueron inmediatas y severas. El Tribunal Constitucional destituyó a Isabel Allende de su escaño senatorial, poniendo fin a una larga carrera parlamentaria. Maya Fernández, por su parte, renunció a su cargo en el gabinete. La responsabilidad administrativa recayó sobre la jefa jurídica de la Segpres, Francisca Moya, cercana al Presidente, lo que generó una fuerte presión de la oposición y del propio Socialismo Democrático para que fuera removida, mientras el Frente Amplio cerraba filas en su defensa.
Sin embargo, la narrativa cambió drásticamente a fines de abril, cuando se reveló una arista inesperada. En el marco de la investigación del "Caso ProCultura", la PDI había interceptado legalmente el teléfono de Miguel Crispi, entonces jefe de asesores del Segundo Piso. En una conversación privada con su madre, la exministra Claudia Serrano, Crispi habría atribuido a Isabel Allende una insistencia desmedida para concretar la venta. Según la transcripción filtrada, el asesor afirmó que la exsenadora estuvo "hueveando, hueveando, hueveando, que se haga, que se haga", responsabilizándola en gran medida por el fallido proceso. Esta revelación motivó a la Fiscalía a abrir una nueva investigación de oficio, esta vez por el presunto delito de tráfico de influencias.
El caso ha generado un cruce de acusaciones y defensas que evidencia las profundas fisuras políticas y la crisis de confianza instalada.
- La Versión del Gobierno y el Oficialismo: Figuras como el ministro Álvaro Elizalde y el propio Presidente Boric han enmarcado el origen del problema como un acto de "buena fe" y una "política pública transparente" para preservar el patrimonio. En un escrito enviado a la comisión investigadora en junio, Boric afirmó que su rol fue "acotado" y que nunca tuvo "conocimiento sobre potenciales inhabilidades constitucionales". El oficialismo ha intentado separar el error administrativo inicial de las acusaciones de dolo, calificando la filtración del "pinchazo" como una maniobra política. La candidata presidencial Carolina Tohá calificó el contenido de la llamada como "preocupante", pero pidió cautela y emplazó a la Fiscalía a explicar la pertinencia de la escucha a Crispi.
- La Postura de la Oposición: Desde Chile Vamos, el caso es visto como una muestra de "desprolijidad" e "incompetencia grave". La candidata presidencial Evelyn Matthei lo calificó como "gravísimo" e "inaceptable", exigiendo que la investigación llegue "hasta las últimas consecuencias". El presidente de la UDI, Guillermo Ramírez, fue más allá, tildando de "inverosímil" la versión de Isabel Allende de que no sabía nada, y planteando que si la versión de Crispi es cierta, se estaría ante un claro "tráfico de influencias".
- Las Protagonistas Directas: Isabel Allende ha negado tajantemente las acusaciones. Calificó los dichos de Crispi como "falsos y una falta de respeto" a su familia, asegurando que se limitó a seguir las instrucciones del gobierno. Por su parte, Maya Fernández, en su declaración ante la Fiscalía, aseguró que se enteró del interés del gobierno por su tía y que desconocía la prohibición constitucional. Afirmó haberse mantenido al margen de las gestiones y que pensó "que todo estaba en regla" al ver que el proceso avanzaba en las distintas instancias gubernamentales.
Este incidente no es un hecho aislado. Se inscribe en un contexto más amplio de debate sobre la probidad y la transparencia en la política chilena, exacerbado por el "Caso Convenios", que precisamente originó la vigilancia sobre Miguel Crispi. La situación revela las tensiones latentes dentro de la coalición de gobierno, enfrentando al Frente Amplio (Boric, Crispi, Winter) con el Socialismo Democrático (Allende, Fernández, Elizalde), dos almas de un mismo gobierno con culturas políticas y lealtades distintas.
Además, el caso pone de manifiesto la delgada línea entre la gestión política y la influencia indebida, especialmente cuando se involucran figuras con un alto capital simbólico y lazos familiares con el poder. La controversia obliga a preguntar: ¿dónde termina el legítimo interés por promover una iniciativa y dónde comienza la presión indebida? ¿Quién es el responsable final cuando fallan los controles institucionales?
A la fecha, el tema está lejos de cerrarse. El contrato de compraventa sigue físicamente en la notaría, y el Ministerio de Bienes Nacionales aún no formaliza su anulación, a la espera de definiciones legales. Paralelamente, el querellante en la causa, Raimundo Palamara, presentó una demanda de nulidad de derecho público para invalidar el decreto presidencial que autorizó la compra.
La investigación penal por tráfico de influencias sigue su curso, con diligencias que podrían incluir nuevas declaraciones y peritajes. Las esquirlas políticas continúan impactando la carrera presidencial y la dinámica interna del Congreso. La "Casa de la Discordia" se ha convertido en un símbolo de cómo una iniciativa con nobles intenciones puede, por una cadena de errores y revelaciones inesperadas, transformarse en una profunda crisis de confianza que cuestiona los cimientos mismos de la probidad en el poder.