La activación de la primera región de centros de datos de Microsoft en Chile en junio de 2025 no fue solo un titular tecnológico. Fue la materialización de una paradoja global en territorio nacional: la infraestructura intangible de la economía digital, con su infinita sed de energía y agua, anclándose en un país marcado por una megasequía de más de una década. Este hito, celebrado como un salto hacia la modernidad, es en realidad un punto de inflexión que obliga a Chile a confrontar futuros divergentes, donde las promesas de un oasis digital chocan con los riesgos de una nueva forma de dependencia colonial.
La decisión de gigantes como Microsoft de instalarse en Chile no es casual. Responde a una estabilidad institucional relativa, una matriz energética en transición y una ubicación estratégica. Sin embargo, este aterrizaje fuerza al país a una conversación que ha postergado: ¿qué estamos dispuestos a ceder a cambio de la digitalización? La respuesta a esta pregunta definirá el modelo de desarrollo chileno para las próximas décadas, mucho más allá de la velocidad de conexión.
La visión más optimista, impulsada por el sector tecnológico y estamentos gubernamentales, proyecta a Chile como el hub digital de América Latina. En este futuro, los centros de datos son el motor de un ecosistema virtuoso. La baja latencia y la alta capacidad de procesamiento de datos en suelo nacional catalizan la innovación en inteligencia artificial, fintech y biotecnología. Las startups locales, apoyadas por iniciativas como el programa ScaleX de Corfo y la Bolsa de Santiago, ya no necesitan mirar al extranjero para escalar; tienen la infraestructura y el capital a su alcance.
Bajo este escenario, la demanda energética de los data centers acelera la transición hacia las energías renovables, consolidando a Chile no solo como un exportador de cobre o litio, sino de servicios digitales de alto valor agregado. La inversión extranjera se diversifica, y el país logra construir una economía del conocimiento sobre los cimientos de su capital natural, gestionado de forma sostenible. La narrativa es de progreso, soberanía tecnológica y liderazgo regional. Los problemas de consumo de recursos se resuelven con innovación: sistemas de enfriamiento más eficientes, contratos de energía verde y una gestión hídrica inteligente. Es el futuro prometido en los folletos de inversión.
Una perspectiva contrapuesta advierte sobre un futuro menos halagüeño. En este escenario, Chile se convierte en una colonia energética y digital. El país ofrece sus recursos naturales —sol, viento y, críticamente, agua— para que corporaciones globales procesen y almacenen los datos del mundo. La lógica es peligrosamente similar a la del extractivismo tradicional: se exporta materia prima (en este caso, capacidad de enfriamiento y electrones verdes) con bajo valor agregado local, mientras los beneficios económicos y el control estratégico se concentran en el extranjero.
Las señales de alerta ya son visibles. Proyectos energéticos a gran escala, como el de hidrógeno verde de AES en Antofagasta, enfrentan escrutinio por su impacto ambiental y su masiva demanda de recursos, evidenciando la tensión entre la promesa verde y la realidad territorial. La infraestructura de telecomunicaciones, que según actores del sector ya opera "en la UTI", se ve sometida a una presión adicional. En este futuro, el costo de la energía podría aumentar para los ciudadanos y las industrias locales para subsidiar el consumo de los data centers. Los conflictos por el agua, hoy centrados en la minería y la agricultura, se extenderían a la industria digital, creando nuevas zonas de sacrificio ambiental y social. Chile, en lugar de ser un hub de innovación, se transformaría en un depósito de datos global, externalizando los costos ambientales de la nube.
Independientemente del escenario que prevalezca, la soberanía emerge como el campo de batalla central. Que los datos estén físicamente en Chile no garantiza su control. La legislación internacional, como la CLOUD Act de Estados Unidos, permite a las agencias de ese país acceder a datos almacenados por sus empresas en cualquier parte del mundo. Mientras tanto, el interés de conglomerados como el emiratí EDGE Group en áreas como la ciberdefensa y el control migratorio demuestra que la gestión de la infraestructura y la seguridad digital es un asunto geopolítico de primer orden.
La tensión global entre Estados Unidos y China por recursos críticos como las tierras raras es un espejo de lo que podría ocurrir con los datos. En un mundo fragmentado, ¿a quién responderá la infraestructura digital de Chile en caso de un conflicto? ¿Serán los datos de los chilenos y sus empresas un activo nacional o una pieza en el ajedrez de potencias extranjeras? Sin un marco regulatorio robusto y una política exterior clara sobre soberanía digital, el riesgo de convertirse en un mero peón es alto.
En última instancia, la nube obliga a Chile a renegociar su contrato social sobre el agua. Por décadas, el debate hídrico ha girado en torno a la minería, la agroindustria y el consumo humano. Hoy, un nuevo actor con una demanda intensiva y constante se sienta a la mesa. La pregunta fundamental es política y ética: ¿tiene el enfriamiento de servidores la misma prioridad que el riego de cultivos o el agua potable para una comunidad?
Esta pregunta no admite respuestas fáciles y expone la fragilidad del modelo de gestión de agua del país. Ignorarla podría llevar a una escalada de conflictos socioambientales. Abordarla de frente, en cambio, podría ser la oportunidad para diseñar un modelo de desarrollo que integre la economía digital con la realidad ecológica. Esto implicaría innovar no solo en tecnología, sino en gobernanza, creando mecanismos de asignación de agua que sean transparentes, equitativos y que respondan a las prioridades estratégicas del país, no solo a la demanda del mercado global.
El futuro no está escrito. Chile puede ser un oasis digital o una colonia energética. Puede ser un actor soberano en la era de los datos o un territorio de servicio. La llegada de la nube no es el destino, sino la pregunta. Las decisiones que se tomen hoy sobre regulación, inversión y, sobre todo, sobre el valor del agua, determinarán cuál de estos futuros se hará realidad.