El anuncio de la reapertura y ampliación de la prisión de Alcatraz, realizado por el presidente Donald Trump a principios de mayo de 2025, es mucho más que una decisión de infraestructura penitenciaria. Cerrada en 1963 por sus prohibitivos costos operativos, su resurrección hoy no responde a una necesidad logística —expertos como el profesor Gabriel Jack Chin de la Universidad de California señalan que el sistema federal ya cuenta con capacidad ociosa—, sino a una calculada estrategia de comunicación política. Alcatraz, "La Roca", es un ícono cultural, un nombre que evoca imágenes de control absoluto sobre figuras como Al Capone y fugas cinematográficas. Su reapertura es, ante todo, un espectáculo de poder: una señal potente dirigida a una audiencia nacional e internacional sobre la emergencia de un nuevo paradigma de justicia, uno que valora la dureza simbólica por sobre la eficiencia pragmática.
La medida se enmarca en los disruptivos primeros meses de un segundo mandato presidencial caracterizado por la ruptura con los consensos internacionales y una retórica de orden sin concesiones. Al justificar la decisión con frases como “cuando éramos una nación más seria”, la administración no solo apela a una nostalgia por un pasado de autoridad incuestionable, sino que utiliza este símbolo para anclar una agenda mucho más amplia y de consecuencias profundas.
El futuro más inmediato que proyecta la resurrección de Alcatraz es el de la prisión como espectáculo. En este escenario, la función principal de "La Roca" no será albergar a un gran número de reclusos —su capacidad histórica era limitada—, sino servir como la vitrina mediática de una política de tolerancia cero. Cada traslado de un recluso de alto perfil, cada imagen de la isla-fortaleza, reforzará la narrativa del gobierno como el único actor capaz de contener el “caos”.
Sin embargo, este espectáculo visible oculta una realidad más vasta y sistémica. Fuentes periodísticas revelan que, en paralelo, la administración impulsa un plan para reactivar una red de centros penitenciarios cerrados a lo largo del país, como Delaney Hall en Nueva Jersey o la polémica FCI de Dublín en California. Este movimiento, en estrecha colaboración con gigantes de la industria carcelaria privada como GEO Group y CoreCivic, configura lo que podría denominarse un “archipiélago del castigo”. A diferencia de la singular y monolítica imagen de Alcatraz, este archipiélago es descentralizado, de bajo perfil y diseñado para una detención masiva, principalmente de inmigrantes, con el objetivo declarado de deportar a un millón de personas al año.
La dinámica es clara: mientras Alcatraz captura la atención pública y polariza el debate, el sistema se expande silenciosamente, normalizando una infraestructura de detención a una escala sin precedentes. La prisión-espectáculo legitima el archipiélago-real.
A largo plazo, esta arquitectura punitiva trasciende las fronteras de Estados Unidos, dibujando una nueva geografía del miedo. La política de deportar migrantes, principalmente venezolanos acusados de pertenecer a bandas criminales, a la megacárcel CECOT en El Salvador, es la primera señal de esta tendencia. La imagen de detenidos formando un "SOS" humano en un centro de Texas por temor a ser enviados a una prisión extranjera ilustra la disolución de las garantías procesales y territoriales.
Este modelo inaugura un futuro donde el castigo se externaliza. Estados Unidos proyecta su soberanía punitiva subcontratando la reclusión a naciones aliadas, creando enclaves legales donde sus propias normativas sobre derechos humanos pueden ser eludidas. La distinción entre criminales violentos, inmigrantes indocumentados y enemigos del Estado se vuelve cada vez más difusa, como sugiere la invocación de la arcaica Ley de Enemigos Extranjeros de 1798. El miedo ya no se circunscribe al sistema judicial nacional, sino que se convierte en una herramienta de control migratorio y geopolítico a escala global.
Los puntos de inflexión que podrían alterar estos escenarios son varios. La resistencia judicial, como los fallos que ya han frenado temporalmente deportaciones, podría imponer límites a la discrecionalidad del ejecutivo. La viabilidad económica de un proyecto tan costoso, criticado incluso por figuras como Nancy Pelosi como “no serio”, podría generar oposición fiscal. Finalmente, la reacción de la comunidad internacional y la opinión pública estadounidense frente a la expansión de un modelo que mercantiliza y globaliza el encarcelamiento será decisiva para determinar si esta nueva arquitectura del poder se consolida o se desmorona.
Lo que está en juego no es solo el futuro de una icónica prisión, sino la definición misma de justicia, frontera y soberanía en las próximas décadas. La Roca, más que un destino para criminales, se perfila como un mapa de los futuros posibles del control estatal.