Lo que hasta hace poco se discutía como un riesgo hipotético o un problema acotado a las fronteras porosas del norte de Chile, hoy se ha materializado en el corazón de una de las instituciones más herméticas y respetadas del país. La detención de suboficiales del Ejército en Tarapacá por tráfico de cocaína, seguida por el hallazgo de droga en una unidad militar en Colchane y la implicación de personal de la Fuerza Aérea (FACH) en el traslado de ketamina, no son meros incidentes delictuales. Son señales inequívocas de una grieta que se abre en el uniforme, un punto de inflexión que obliga a proyectar las consecuencias a largo plazo para la soberanía, la seguridad y la confianza en el Estado.
La narrativa oficial ha intentado enmarcar estos hechos como acciones de “exmilitares” o “malos elementos”, una estrategia de contención que busca aislar el problema para proteger la imagen institucional. El Ministro de Seguridad, Luis Cordero, afirmó que no existe un “problema estructural”, mientras la Ministra de Defensa, Adriana Delpiano, anunciaba medidas como la rotación de personal y el aumento de controles. Sin embargo, esta visión contrasta con la disputa de competencia entre la justicia militar y la fiscalía civil, un choque que revela tensiones profundas sobre la transparencia y la rendición de cuentas. Más allá de los culpables individuales, la pregunta fundamental es si las instituciones de defensa están preparadas para enfrentar un enemigo que no opera con ejércitos convencionales, sino con la lógica corrosiva de la corrupción y la cooptación.
En este escenario, el más pesimista, las medidas anunciadas resultan ser un placebo. La rotación de personal y los controles internos se demuestran insuficientes para contrarrestar las redes de crimen organizado, cuya capacidad económica y logística supera con creces los mecanismos de contrainteligencia existentes. La afirmación de que el problema no es “estructural” se convierte en un error de diagnóstico que impide abordar las vulnerabilidades culturales y sistémicas de fondo.
Los factores que impulsan esta trayectoria son claros: la alta rentabilidad del narcotráfico, la persistente porosidad fronteriza y una cultura institucional que, históricamente, ha privilegiado la lealtad interna sobre la supervisión externa. La disputa jurisdiccional se resuelve con ambigüedades, creando zonas grises que el crimen organizado explota con maestría. La corrupción, inicialmente detectada en rangos bajos y medios, comienza a escalar, no necesariamente por complicidad directa, sino por una “ceguera deliberada” para evitar escándalos mayores.
Las consecuencias a mediano y largo plazo serían devastadoras. Las Fuerzas Armadas, en lugar de ser un pilar de la soberanía, se transformarían en un vector de inseguridad. La confianza ciudadana, ya frágil, se desplomaría por completo, alimentando un cinismo generalizado hacia el Estado. A nivel internacional, la reputación de Chile como un país estable y confiable se vería severamente dañada, afectando desde la inversión extranjera hasta la cooperación en seguridad.
Este es el escenario más probable a corto plazo, una extensión de la estrategia actual del gobierno y los mandos militares. Consiste en una purga quirúrgica y controlada de los elementos implicados, acompañada de una modernización de protocolos que busca contener la crisis sin alterar las estructuras de poder fundamentales. Se logra un acuerdo para que los delitos comunes sean investigados por la justicia civil, pero las Fuerzas Armadas conservan una amplia autonomía en sus asuntos internos y de inteligencia.
Este camino es impulsado por el pragmatismo político y el instinto de autopreservación de las propias instituciones castrenses, que entienden que su prestigio es su activo más valioso. La presión mediática y una ciudadanía alerta obligan a mostrar resultados concretos, como condenas efectivas y la implementación visible de nuevos controles. El objetivo no es la transformación, sino la restauración del statu quo anterior a la crisis.
Como resultado, se logra contener el daño inmediato. La percepción pública mejora parcialmente y la crisis aguda se disipa. Sin embargo, las vulnerabilidades de fondo persisten. Es una solución que actúa sobre los síntomas, no sobre la enfermedad. El sistema se vuelve más resistente a las formas de corrupción ya conocidas, pero sigue siendo susceptible a nuevas y más sofisticadas estrategias de penetración por parte del crimen organizado. Este escenario compra tiempo, pero no garantiza una solución duradera.
El escenario más optimista, y también el más complejo, es aquel en que la crisis actúa como un catalizador para una reforma estructural. Se reconoce que el narcotráfico no es un problema policial, sino una amenaza existencial a la seguridad nacional que requiere una redefinición de la doctrina de defensa. Esto implica ir más allá de la purga de individuos y abordar las causas raíz.
Para que este futuro se materialice, se necesitaría un consenso político transversal y un liderazgo valiente tanto en el poder civil como en el militar. Las reformas clave incluirían la creación de un sistema de supervisión civil verdaderamente independiente y con poder real sobre las Fuerzas Armadas, una reforma profunda a la justicia militar para delimitar sus competencias exclusivamente a delitos de naturaleza castrense, y una modernización de la inteligencia militar para enfocarla en amenazas no convencionales como el crimen transnacional. Se implementaría una política de transparencia radical en ascensos, finanzas y operaciones.
Las consecuencias de este camino serían transformadoras. Chile podría desarrollar unas Fuerzas Armadas más pequeñas, ágiles y especializadas, adaptadas a los desafíos del siglo XXI. La confianza pública se reconstruiría sobre una base sólida de transparencia y eficacia. El país no solo resolvería su crisis interna, sino que podría convertirse en un referente regional en la modernización de la defensa frente al crimen organizado.
Chile no se enfrenta a un destino predeterminado, sino a un abanico de futuros posibles que serán moldeados por las decisiones que se tomen en los próximos meses. La trayectoria actual parece apuntar hacia una “Purga Controlada”, un intento de navegar la crisis con el menor costo institucional posible. Sin embargo, la posibilidad de que un nuevo escándalo, quizás de mayor magnitud, empuje al sistema hacia el escenario de la “Metástasis” es un riesgo latente. La “Refundación”, por su parte, sigue siendo una oportunidad que exige una visión y un coraje político que aún no se han manifestado con claridad.
La grieta en el uniforme ha expuesto la fragilidad de un pilar que se creía inexpugnable. La forma en que el país decida repararla —con un simple remiendo o con una reconstrucción integral— definirá no solo el futuro de sus Fuerzas Armadas, sino también la solidez de su democracia y su soberanía en las décadas venideras.