A más de dos meses de que la carrera presidencial fuera sacudida por unas controvertidas declaraciones, las ondas expansivas del debate sobre el golpe de Estado de 1973 continúan redefiniendo el escenario político. Lo que comenzó como una frase en una entrevista radial, se transformó en un catalizador que no solo reavivó la perenne disputa sobre la memoria histórica de Chile, sino que también desnudó las estrategias, tensiones y cálculos que subyacen en los distintos bloques políticos.
A mediados de abril, la candidata presidencial de Chile Vamos, Evelyn Matthei, calificó el golpe de Estado de 1973 como “necesario” para evitar que el país se convirtiera en “Cuba”, añadiendo que las muertes ocurridas en los años inmediatamente posteriores fueron “bien inevitables”. Estas palabras no fueron un simple desliz; activaron de inmediato las fallas tectónicas de la política chilena.
La reacción del oficialismo y de los sectores de izquierda fue unánime y contundente. Desde el Palacio de La Moneda hasta los comandos de los otros candidatos, la condena se centró en la relativización de las violaciones a los derechos humanos. La frase de la abanderada socialista, Paulina Vodanovic, encapsuló esta postura: “No hay matices ante el horror: o se lo condena, o se es cómplice”. Para este sector, las declaraciones de Matthei representaron el cruce de una línea roja, un atentado al consenso democrático fundamental de que ninguna crisis justifica el terrorismo de Estado.
La controversia, sin embargo, no generó un frente monolítico en la oposición. Por el contrario, reveló un espectro de posturas que van desde el apoyo cerrado hasta la crítica estratégica.
Este episodio no puede entenderse como un hecho aislado. Ocurre en un contexto donde la conmemoración de los 50 años del golpe, en 2023, ya había demostrado que no existe una, sino múltiples memorias en pugna. La narrativa del “quiebre democrático” como un fracaso colectivo compite ferozmente con la de la ruptura violenta e injustificable de la democracia.
Las consecuencias para la campaña de Matthei fueron inmediatas y tangibles. La polémica coincidió con una seguidilla de lo que analistas calificaron como “errores no forzados”, generando una profunda inquietud en su coalición. Se pospuso el anuncio sobre la realización de primarias y se intensificaron las críticas internas a la falta de un equipo de campaña consolidado que pudiera anticipar y gestionar este tipo de crisis.
Dos meses después, la tormenta mediática ha amainado, pero sus efectos persisten. El debate obligó a todos los actores a posicionarse con mayor claridad. La izquierda reafirmó su anclaje en la defensa irrestricta de los derechos humanos como pilar de su identidad. La derecha, por su parte, se vio forzada a confrontar sus propias divisiones internas sobre cómo narrar el pasado y qué tan conveniente es hacerlo en una campaña presidencial.
El tema, lejos de estar cerrado, ha quedado instalado como un marcador de identidad. Demostró que, en Chile, el pasado no es un capítulo concluido, sino un campo de batalla activo donde se siguen librando las luchas por el presente y el futuro del país.