En los últimos 90 días, una serie de eventos aparentemente inconexos han vuelto a posicionar el legado de Augusto Pinochet en el centro del debate público chileno. Desde las declaraciones de la candidata presidencial Evelyn Matthei sobre las muertes "inevitables" durante la dictadura —rechazadas por un 65% de la población según encuestas—, hasta la venta de memorabilia con la imagen del dictador en la Escuela Militar y la posterior apertura de José Antonio Kast a indultar a reos de Punta Peuco. Estos hechos no son ecos aislados del pasado, sino señales activas que prefiguran los contornos de futuras batallas políticas y culturales. La disputa ya no es solo sobre cómo recordar, sino sobre cómo construir el futuro a partir de una memoria fracturada.
El punto de inflexión más reciente ha sido la intensificación del debate en torno al penal Punta Peuco y la reacción visceral que genera en el espectro político. Mientras el gobierno busca gestos simbólicos de clausura, la derecha se ve forzada a tomar posiciones que revelan sus profundas divisiones internas. A esto se suma un factor inesperado: la judicialización de la herencia familiar de los Pinochet, que traslada el legado desde el panteón político al terreno mundano de las disputas patrimoniales. Este cóctel de factores está redefiniendo no solo la identidad de la derecha chilena, sino también las posibilidades de un consenso histórico y una reconciliación duradera.
El futuro más probable a mediano plazo es la consolidación de dos derechas irreconciliables, cuya principal línea de falla es precisamente la dictadura. Por un lado, una derecha tradicional o liberal, representada por figuras como Evelyn Matthei, que intenta mantener una ambigüedad estratégica: condena las violaciones a los derechos humanos pero valida el modelo económico y el discurso de orden. Sin embargo, esta postura parece cada vez menos sostenible, atrapada entre el rechazo de un electorado moderado y la desconfianza de su flanco más duro.
Por otro lado, emerge con fuerza una derecha "sin complejos", liderada por José Antonio Kast, que capitaliza la nostalgia por la autoridad y el orden. Su discurso no busca justificar el pasado, sino recontextualizarlo como una respuesta necesaria a una crisis. Al abrirse a indultos y defender a figuras polémicas, Kast no solo consolida a su base, sino que fuerza a toda la derecha a definirse. Este escenario proyecta un ciclo de competencia y canibalización en el sector, donde la incapacidad de acordar una narrativa sobre el pasado impide la construcción de un proyecto de futuro unificado. El punto crítico será la próxima elección presidencial: ¿primará la pragmática de la unidad contra la izquierda o la pureza ideológica?
Un segundo escenario, más disruptivo, plantea la normalización del discurso reivindicatorio del régimen militar. Impulsado por crisis actuales como la seguridad pública, la inmigración descontrolada y la incertidumbre económica, un segmento creciente del electorado podría volverse más receptivo a narrativas que priorizan el orden sobre los derechos y la autoridad sobre el consenso. En este futuro, las discusiones sobre violaciones a los derechos humanos son relegadas a nichos académicos y de activismo, perdiendo centralidad en el debate masivo.
El factor clave aquí es la capacidad de la centro-izquierda para ofrecer soluciones eficaces a las urgencias ciudadanas. Si fracasa, la propuesta de una mano dura, evocadora del pasado, podría ganar una legitimidad impensada hace una década. En este contexto, las posturas de Kast dejarían de ser vistas como extremas para convertirse en una alternativa plausible para votantes atemorizados. El riesgo latente es que Chile transite hacia un modelo de democracia iliberal, donde ciertos consensos éticos post-dictadura se erosionan en nombre de la seguridad y la estabilidad.
Una tercera posibilidad, quizás la más irónica, es que el legado de Pinochet no sea superado por un esfuerzo consciente de memoria histórica, sino que implosione por su propia banalidad. La querella de Jacqueline Pinochet contra su hermano Marco Antonio por la fortuna familiar despoja a la figura de su aura política y la reduce a una disputa por dinero y propiedades. Este conflicto desmitifica y degrada el símbolo, transformándolo en una saga doméstica que poco tiene de épico o fundacional.
Si esta narrativa de conflicto familiar se impone, el "pinochetismo" como capital político podría devaluarse drásticamente. Para las nuevas generaciones de derecha, podría resultar más conveniente desmarcarse de un legado asociado no solo a la violación de derechos humanos, sino también a la codicia y las rencillas internas. Este escenario abriría una oportunidad para una renovación genuina en la derecha, permitiéndole construir una identidad moderna y desanclada de la figura tutelar que ha sido tanto su ancla como su lastre. El legado, en lugar de ser un fantasma político, se convertiría en un caso de estudio sobre la fragilidad de las herencias autoritarias.
Independientemente del escenario que prevalezca, la tendencia dominante es clara: el pasado de Chile se ha convertido en un recurso estratégico para las batallas del presente. Lejos de acercarse a una reconciliación, el país parece adentrarse en una fase de fragmentación narrativa, donde cada sector político construye su propia versión de la historia para legitimar su proyecto. El mayor riesgo de esta dinámica es la imposibilidad de establecer un suelo ético común, fundamental para la cohesión de cualquier sociedad democrática.
La pregunta que queda abierta no es si el espectro de Pinochet desaparecerá, sino qué forma adoptará en el futuro. Podría ser la línea divisoria que parta en dos a un sector político, el argumento que normalice un nuevo autoritarismo, o el catalizador inesperado que, por su propia decadencia, fuerce una renovación. La respuesta dependerá de las decisiones que tomen los actores políticos y, fundamentalmente, de la capacidad de la ciudadanía para discernir entre el uso legítimo de la memoria y su instrumentalización para polarizar el porvenir.