Lo que hasta hace poco era una anécdota para gourmands —la sutil diferencia entre la Coca-Cola mexicana, endulzada con azúcar de caña, y la estadounidense, con jarabe de maíz de alta fructosa— ha escalado para convertirse en un evento geopolítico. El reciente anuncio del presidente Donald Trump, celebrando haber convencido a The Coca-Cola Company de volver al "azúcar real" en su producción estadounidense, es mucho más que un capricho presidencial o un ajuste en la fórmula de una bebida. Es una señal potente que ilumina una tendencia emergente: la transformación del sabor y las marcas de consumo en un nuevo frente de batalla para el poder político, la identidad nacional y la economía global.
Este evento no surge en el vacío. Se enmarca en un contexto de creciente nacionalismo económico, evidenciado por las amenazas arancelarias a Brasil —un gigante en la producción de azúcar—, y de una reconfiguración del poder corporativo, donde empresas como Dr. Pepper comienzan a desafiar los monolíticos sistemas de distribución de los gigantes del sector. Lo que estamos presenciando es la convergencia de la nostalgia, el populismo y la guerra comercial en un lugar inesperado: el pasillo del supermercado.
La intervención directa de un jefe de Estado en la receta de un producto icónico inaugura una nueva era de populismo de supermercado. En este futuro, los líderes políticos ya no solo se enfocan en políticas macroeconómicas abstractas, sino que descienden a la arena de lo cotidiano, utilizando las decisiones de consumo como una forma de performance política. La elección entre azúcar de caña y jarabe de maíz se convierte en un acto cargado de simbolismo: lo "auténtico" y "nacional" (el azúcar de caña de Florida, estado clave para Trump) contra lo "artificial" e "industrial" (el jarabe de maíz del Medio Oeste).
Este escenario sugiere un futuro donde la lealtad a una marca o a un ingrediente puede ser interpretada como una declaración de lealtad política. Las empresas se verán forzadas a navegar un campo minado donde sus decisiones de producción, marketing y cadena de suministro son examinadas bajo una lupa ideológica. El riesgo para las corporaciones es perder su autonomía y convertirse en peones de un tablero político, mientras que para los ciudadanos, la consecuencia es la politización de esferas de la vida que antes se consideraban privadas.
Si la fórmula de Coca-Cola puede ser alterada por la presión política en su mercado de origen, ¿qué impide que otros gobiernos exijan lo mismo? Este precedente podría acelerar un proceso de "balcanización de las marcas globales". La idea de un producto estandarizado y universal, pilar de la globalización del siglo XX, comienza a desmoronarse. Podríamos estar entrando en una era de productos "glocales" por decreto, donde la Coca-Cola que se bebe en Washington sea distinta a la de Beijing o Bruselas, no por adaptación al gusto local, sino como reflejo de políticas proteccionistas y narrativas nacionalistas.
Una consecuencia directa es la fragmentación de las cadenas de suministro globales. Las empresas, en lugar de optimizar para la eficiencia, deberán hacerlo para la resiliencia política, diversificando proveedores y adaptando la producción a las exigencias de cada bloque de poder. El movimiento de Dr. Pepper para construir su propia red de distribución, aunque motivado por la competencia, es un microcosmos de esta tendencia hacia la fragmentación y la autosuficiencia. El resultado a largo plazo sería un mundo comercialmente menos integrado, más costoso y donde la identidad de una marca global se vuelve cada vez más ambigua y contradictoria.
La secuencia de eventos es reveladora: primero, la amenaza de aranceles sobre el azúcar brasileño; luego, la promoción del azúcar de caña doméstico. Esto resucita una vieja dinámica histórica: el uso de los recursos alimentarios como arma política. Así como el control de las especias definió imperios o los embargos de grano marcaron la Guerra Fría, el control sobre edulcorantes, café o cualquier otro commodity puede convertirse en una herramienta de presión en las disputas del siglo XXI.
En este futuro, las guerras comerciales no se librarán solo en los frentes del acero, los semiconductores o la tecnología 5G, sino también en el sabor de nuestros alimentos y bebidas. La "guerra de las colas" del pasado, que era una batalla por cuota de mercado, podría transformarse en una guerra geo-estratégica por el control de los ingredientes. Las naciones podrían forjar alianzas basadas en la seguridad alimentaria y las preferencias de ingredientes, utilizando el comercio de productos básicos para recompensar a aliados y castigar a adversarios.
La nostalgia por el "azúcar real" es, en el fondo, una nostalgia por una soberanía y una identidad nacional percibidas como perdidas en un mundo globalizado. El fenómeno Coca-Cola nos muestra cómo esta nostalgia puede ser movilizada políticamente, con consecuencias que van mucho más allá de nuestras papilas gustativas.
Los futuros que se abren son complejos y divergentes. ¿Se someterán las corporaciones a esta nueva realidad, fragmentando sus marcas para sobrevivir políticamente? ¿O resistirán, defendiendo el ideal de un mercado global unificado? Y los consumidores, ¿abrazarán esta politización, eligiendo productos que refuercen su identidad, o buscarán refugio en marcas que logren mantenerse al margen de la contienda? La próxima vez que elija una bebida, quizás la pregunta más relevante no sea "¿qué sabor tiene?", sino "¿qué futuro representa?".