Un puente es más que una estructura de acero y hormigón; es una promesa de unidad, un conducto para el progreso y un símbolo de la voluntad de un territorio por superar sus barreras. Sin embargo, en el Chile de 2025, esta metáfora se resquebraja. El reciente y caótico cierre del Puente Lo Saldes en Santiago y el melancólico adiós al histórico puente ferroviario sobre el río Biobío no son eventos aislados. Son las señales más visibles de una condición nacional más profunda: la de las conexiones rotas y un alma territorial que se debate entre la nostalgia por un pasado industrial y la parálisis ante un futuro incierto.
El ocaso del puente ferroviario del Biobío, tras 130 años de servicio, marca el fin de una era. Este gigante de acero, testigo de generaciones, se convierte en una pieza de arqueología industrial cuyo destino es una incógnita. ¿Será un monumento a la ambición de un Chile que se industrializaba, un parque lineal que resignifique su memoria, o simplemente una cicatriz de óxido sobre el paisaje? Esta incertidumbre refleja un dilema nacional: cómo dialogar con nuestro pasado monumental sin que se convierta en un ancla que impida navegar hacia el futuro. Mientras se inaugura su moderno reemplazo, la vieja estructura queda como un fantasma que nos pregunta qué hacemos con los símbolos de lo que fuimos.
En contraste, la falla del Puente Lo Saldes no evoca nostalgia, sino la frustración del presente. Un viaducto clave en el corazón financiero del país, cerrado por meses debido a fallas estructurales y demoras burocráticas, es una herida abierta en el tejido urbano. La congestión diaria y la falta de respuestas claras del Estado exponen la fragilidad de una modernidad que se creía sólida. No es una ruina del pasado, sino una cicatriz contemporánea que evidencia cómo la ineficiencia puede fracturar la vida cotidiana, transformando la promesa de conexión en una experiencia diaria de aislamiento y caos.
Si los puentes físicos se rompen, los puentes conceptuales a menudo ni siquiera se construyen. El postergado proyecto del tren rápido entre Santiago y Valparaíso es el ejemplo más elocuente de esta desconexión. Calificado por la ciudadanía como un “regionalismo de cartón”, su abandono perpetúa un modelo centralista que fragmenta al país. Es un puente nunca construido que ahonda la brecha entre la metrópoli y sus regiones, una promesa rota que alimenta la desconfianza y obstaculiza una verdadera integración territorial.
Esta dinámica de fragmentación se extiende a la esfera económica. Mientras países vecinos como Argentina implementan agresivas políticas para atraer capital, Chile parece rezagado, atrapado en una “permisología” que actúa como un foso en lugar de un puente para la inversión. La falta de un mecanismo moderno y estable, como lo fue en su día el DL600, deja al país en una posición de desventaja competitiva. De manera similar, la industria vitivinícola, a pesar de su calidad, lucha por construir un puente simbólico con el consumidor global. Atrapada en la etiqueta de “bueno y barato”, exporta volumen pero no relato, demostrando una incapacidad para conectar su producto con un valor narrativo y emocional que trascienda el precio.
La convergencia de estas fracturas proyecta al menos tres escenarios posibles para la próxima década:
El destino de estos gigantes de acero, tanto los que caen como los que se proyectan, es en última instancia un reflejo de las decisiones que Chile tome hoy. La pregunta que queda suspendida en el aire, como un puente a medio construir, es si el país encontrará la voluntad colectiva para pasar de ser un territorio de cicatrices y conexiones rotas a uno que diseña y construye activamente los vínculos que darán forma a su futuro.