El anuncio del Presidente Gabriel Boric en su última cuenta pública de transformar el Centro de Cumplimiento Penitenciario Punta Peuco en un recinto penal común es mucho más que el fin de una cárcel; es la apertura de una nueva y compleja etapa en la interminable transición chilena. Lejos de cerrar un capítulo, la medida actúa como un detonante que proyecta las tensiones del pasado hacia el futuro, obligando a la sociedad a navegar entre escenarios de confrontación, dilemas judiciales y la remota posibilidad de una reconciliación de nuevo tipo.
El futuro más inmediato y probable es la intensificación del conflicto por el relato histórico. La decisión de cerrar Punta Peuco, calificada por la crítica como un gesto identitario para la base de apoyo del gobierno, ha reavivado el eje pinochetismo-antipinochetismo que se creía en retroceso. Para un sector de la derecha y, en particular, para la ultraderecha, la medida es vista como un acto de revancha ideológica. Figuras como el candidato Johannes Kaiser, con su máxima de que "la vida es combate" y su rechazo a "mirar por el espejo retrovisor", encarnan una postura que ve en el pasado un lastre a superar, no una lección a integrar. Esta visión se nutre del temor que, según figuras como la candidata Jeannette Jara, la ultraderecha busca instalar en el electorado.
Por otro lado, para la izquierda y las organizaciones de derechos humanos, el fin del que consideran un "penal de privilegio" es un acto de justicia simbólica irrenunciable, un paso necesario contra el negacionismo. Como argumentan sus adherentes, la memoria no es una trampa, sino el fundamento de la democracia. Esta colisión de narrativas antagónicas dominará el ciclo electoral venidero, forzando a todos los actores a posicionarse en una disputa que trasciende la política pública para instalarse en el terreno de los valores fundamentales. La consecuencia más visible será una mayor fragmentación del espectro político, donde los pactos y acuerdos, como los que se vieron tensionados en las comisiones del Senado, se volverán cada vez más difíciles de sostener.
Paralelamente a la batalla política, se abrirá un frente judicial. La transformación de Punta Peuco no será un mero trámite administrativo. Como advierten expertos en derecho penitenciario, la decisión será, con toda probabilidad, judicializada. Las defensas de los internos, argumentando un cambio en las condiciones de reclusión que afectaría sus derechos fundamentales, presentarán recursos de protección. El debate se trasladará de los discursos políticos a los tribunales, que deberán ponderar principios en conflicto.
Por un lado, el principio de igualdad ante la ley y la necesidad de no generar impunidad. Por otro, las consideraciones de derecho humanitario internacional relativas a reclusos de edad avanzada y con enfermedades crónicas. El perfil de los internos de Punta Peuco —sin riesgo de fuga, sin dinámicas de violencia interna y con un promedio de edad elevado— se convertirá en el argumento central de sus defensas. Este escenario proyecta un futuro donde la Corte Suprema y las Cortes de Apelaciones tendrán la última palabra, no sobre el símbolo, sino sobre la persona. Las decisiones que se tomen sentarán un precedente crucial para el sistema carcelario chileno en su conjunto, enfrentado al desafío de una población penal que envejece.
Un tercer escenario, más distante e incierto, podría emerger de la propia intensidad del conflicto. ¿Es posible que el agotamiento de la "guerra de la memoria" abra paso a una conversación distinta? La experiencia de figuras como James Hamilton, quien ha transitado desde el trauma personal del abuso a una reflexión profunda sobre la sanación colectiva, ofrece un lenguaje alternativo. Habla del trauma como "una bala que sigue dando vueltas en tu cuerpo", una metáfora que resuena con la experiencia de las víctimas de la dictadura y con la herida colectiva del país.
Construir una "arquitectura del perdón" no implicaría olvido ni impunidad, sino el diseño de nuevos mecanismos sociales y culturales para procesar el dolor. Requeriría un liderazgo capaz de trascender la lógica de la confrontación y una sociedad dispuesta a abordar las causas profundas de la violencia, reconociendo el daño sistémico más allá de las culpas individuales. Este camino exige una madurez cívica que el actual clima de polarización no parece favorecer. Sin embargo, la propia crudeza del debate que abre el cierre de Punta Peuco podría, a largo plazo, ser el catalizador inesperado que fuerce a Chile a buscar una forma más compleja y humana de cerrar sus heridas.
El fin de la última celda de Punta Peuco, por tanto, no es una conclusión. Es una pregunta lanzada al futuro de Chile. La respuesta inmediata parece ser la del conflicto, seguida por la complejidad de la batalla legal. Pero la posibilidad de que esta crisis dé lugar a una reflexión más profunda sobre la justicia, la memoria y la reconciliación permanece como un horizonte latente, aunque difícil de alcanzar.