Lo que comenzó como una serie de noticias aisladas sobre chilenos cometiendo delitos en el extranjero —el llamado “turismo delictual”— ha madurado en los últimos meses hasta convertirse en una de las señales más claras de una reconfiguración profunda en las relaciones internacionales y la gestión de fronteras. El reciente y sistemático arribo de vuelos con ciudadanos chilenos deportados desde Estados Unidos no es el final de la historia, sino el prólogo de varios futuros posibles que desafían conceptos como la soberanía nacional, el estatus internacional de Chile y la responsabilidad del Estado sobre sus ciudadanos, sin importar dónde se encuentren.
El fenómeno trasciende la anécdota criminal. El robo a la Secretaria de Seguridad Nacional estadounidense, Kristi Noem, en abril, actuó como un catalizador mediático, pero las dinámicas subyacentes ya estaban en movimiento. La respuesta de la administración Trump, materializada en vuelos de deportación masiva y nuevas políticas como la "autodeportación" incentivada, marca un punto de inflexión. Estamos presenciando la transición de una política migratoria basada en reglas y acuerdos multilaterales a una lógica puramente transaccional y de seguridad. Para Chile, esto implica navegar en aguas desconocidas, donde el prestigio y la cooperación técnica ya no son suficientes.
El Programa de Exención de Visa, que por más de una década funcionó como un certificado del estatus de Chile como país confiable y en vías de desarrollo, se encuentra en una encrucijada crítica. Las declaraciones diplomáticas que buscan separar los delitos de la continuidad del programa son un intento válido de contención, pero ignoran la realidad política estadounidense, donde la inmigración es un campo de batalla electoral.
Un futuro probable a mediano plazo es la suspensión o modificación sustancial del Visa Waiver para Chile. Esto podría manifestarse de varias formas: desde la imposición de nuevos requisitos de pre-chequeo y un intercambio de datos biométricos y penales aún más invasivo, hasta su eliminación total. La pérdida de este beneficio no solo tendría un impacto práctico en viajeros y empresarios, sino que representaría una degradación simbólica del estatus de Chile en la jerarquía global de movilidad. El país volvería a ser percibido no como un par de las naciones desarrolladas, sino como parte de un sur global bajo sospecha. La pregunta clave no es si el programa cambiará, sino cuánto estará dispuesto a ceder Chile en soberanía de datos para intentar preservarlo.
Los vuelos desde Estados Unidos han dejado de ser noticia para convertirse en rutina. Este flujo constante de deportados establece un corredor transnacional de retorno forzado que impone a Chile desafíos domésticos significativos. Cada avión que aterriza no solo trae de vuelta a ciudadanos, sino también problemas complejos que el país no está completamente preparado para gestionar.
Por un lado, está el desafío judicial y de seguridad. La detención inmediata de deportados con órdenes pendientes al pisar suelo chileno evidencia la necesidad de un protocolo robusto. Pero, ¿qué sucede con aquellos que cumplieron condenas en EE.UU. o que simplemente fueron deportados por infracciones migratorias? Su reinserción social, el acceso a trabajo y la prevención de la reincidencia se convierten en una responsabilidad directa del Estado chileno. Esto podría generar una presión inédita sobre los servicios sociales, el sistema penitenciario y las policías locales, que ahora deben lidiar con individuos que pueden traer consigo nuevas redes y lógicas criminales aprendidas en el extranjero.
A su vez, emerge una narrativa humana compleja: la de los deportados que denuncian maltratos y condiciones inhumanas en centros de detención estadounidenses. Estos testimonios, como los que hablan de haber sido "tratados como perros", alimentan un debate sobre derechos humanos y la obligación del consulado chileno de proteger a sus ciudadanos, incluso a aquellos que han infringido la ley.
Quizás el escenario más disruptivo y con mayores implicaciones a largo plazo es el que se desprende de las recientes presiones de Washington sobre naciones africanas para que acepten deportados de terceros países, como Venezuela. Este modelo, basado en una lógica de externalización de la gestión migratoria, representa un cambio de paradigma global.
Para un país como Estados Unidos, es económicamente más eficiente pagar a un tercer país para que reciba a un deportado que gestionar su detención y expulsión. Si este modelo se consolida, ¿qué impediría que se aplicara a otras nacionalidades? Se abren dos futuros plausibles y preocupantes para Chile y la región:
El fenómeno de los "turistas delincuentes" ha despojado a Chile de su autoimagen de excepcionalidad, confrontándolo con una realidad incómoda que es tanto una fuente de vergüenza nacional como un activo político para agendas populistas en el extranjero. Internamente, obliga a un debate sobre las causas de la delincuencia y la desigualdad que la alimenta.
Los futuros que se perfilan no son excluyentes entre sí. Es más probable que veamos una combinación de ellos: un Visa Waiver más restrictivo, un flujo constante de deportados que presiona los sistemas nacionales y la creciente amenaza de una geopolítica de la deportación mucho más dura y transaccional. La tendencia dominante es clara: el fin de la era de la movilidad relativamente libre y el ascenso de un orden mundial donde las fronteras se endurecen y las personas se convierten en pasivos a gestionar o externalizar.
La pregunta fundamental para Chile ya no es cómo evitar esta nueva realidad, sino cómo adaptarse a ella. Las decisiones que se tomen hoy —entre la cooperación pragmática, la defensa de la soberanía y la protección de los derechos de sus ciudadanos— definirán no solo la política exterior de la próxima década, sino también la naturaleza misma del Estado y su contrato social.