A más de dos meses de que Osmar Ferrer Ramírez, ciudadano venezolano imputado como sicario en el asesinato del comerciante José Felipe Reyes Ossa, abandonara la cárcel de Santiago 1 por una orden judicial errónea, su ausencia sigue resonando. El estupor inicial ha decantado en un análisis más profundo y preocupante: el caso del “sicario libre” dejó de ser una anécdota sobre un error para convertirse en la radiografía de una fractura institucional que hoy pone en tela de juicio la capacidad del Estado chileno para garantizar justicia y seguridad.
La historia, que comenzó con un crimen por encargo en el corazón de Ñuñoa, ha madurado para revelar no solo la audacia del crimen organizado, sino, y más importante aún, las vulnerabilidades críticas en los cimientos del sistema penal.
El 19 de junio, José Felipe Reyes Ossa, conocido como el “Rey de Meiggs”, fue asesinado. Semanas después, la detención de tres sospechosos, incluyendo a Ferrer, parecía un triunfo para la investigación liderada por la Fiscalía ECOH. Sin embargo, el 9 de julio, durante la audiencia de formalización, comenzaron a manifestarse las grietas. La jueza a cargo, Irene Rodríguez, fue posteriormente acusada en medios de haberse quedado dormida, un detalle que, aunque anecdótico, presagiaba el caos por venir.
Ese día se decretó la prisión preventiva para los tres imputados. No obstante, en las horas siguientes, una serie de resoluciones contradictorias emanaron desde el 8º Juzgado de Garantía. Gendarmería recibió una orden que, en la práctica, dejaba sin efecto la reclusión de Ferrer, quien fue liberado la noche del 10 de julio. Para cuando el sistema advirtió el error, el imputado ya era un fantasma.
El incidente desató una tormenta de recriminaciones que expuso una peligrosa falta de cohesión entre instituciones clave.
El caso trascendió rápidamente el ámbito judicial para instalarse en la arena política. La candidata presidencial Evelyn Matthei exigió convocar al Consejo de Seguridad Nacional (Cosena), argumentando que este error, sumado a otros casos de penetración del narcotráfico en instituciones como las Fuerzas Armadas, constituía una amenaza a la seguridad del Estado. Su postura, aunque criticada por algunos como un aprovechamiento político, capitalizó una extendida sensación de vulnerabilidad ciudadana.
El debate público se centró en una pregunta inquietante: si el Estado no puede retener a un sicario ya capturado, ¿cómo puede proteger a la ciudadanía del crimen organizado?
La consecuencia más tangible de la crisis fue la instrucción de la Corte Suprema para elaborar un protocolo unificado para la tramitación de órdenes penales, buscando eliminar la “discrecionalidad” y los “defectos” del sistema informático. Es un reconocimiento explícito de que la tecnología y los procedimientos actuales son insuficientes.
Mientras tanto, la investigación penal para determinar si hubo dolo o negligencia inexcusable sigue su curso, y Osmar Ferrer Ramírez continúa prófugo. Su libertad es el recordatorio permanente de que un error administrativo puede tener el mismo efecto que una fuga planificada. El caso del sicario libre no está cerrado; ha evolucionado hacia una interrogante estructural sobre la resiliencia de la democracia chilena y sus instituciones frente a las nuevas amenazas del siglo XXI. La pregunta ya no es solo dónde está el fugitivo, sino dónde están las garantías de que esto no volverá a ocurrir.