Lo que comenzó como una boutade —la declaración de Donald Trump de que le "gustaría ser Papa"— y culminó con la difusión de una imagen suya generada por Inteligencia Artificial (IA) ataviado como Pontífice, no debe ser descartado como un mero acto de excentricidad. Estos eventos, ocurridos a finales de abril de 2025, funcionan como una señal temprana y potente de una transformación profunda en la intersección de poder, fe y tecnología. Más que un incidente aislado, es un anticipo de un futuro donde las campañas políticas se asemejarán cada vez más a movimientos religiosos, y la propaganda adoptará la forma de mitología digital personalizada.
La intervención de un jefe de Estado en una sucesión papal, seguida por la auto-representación cuasi-divina, trasciende la política tradicional. Estamos presenciando la consolidación de una liturgia del poder personalista, donde el líder no solo busca votos, sino devoción. La simbología religiosa, históricamente reservada para la esfera espiritual, es ahora un arma más en el arsenal del espectáculo político, y la IA es su principal catalizador.
A mediano plazo, es plausible proyectar un escenario donde los líderes populistas de diversas latitudes perfeccionen la estrategia del "santo digital". La IA permitirá la creación de ecosistemas de contenido hagiográfico a una escala sin precedentes. No se tratará solo de imágenes estáticas, sino de videos deepfake que muestren al candidato en actos de sabiduría o compasión fabricados, discursos personalizados que respondan a las inquietudes espirituales y emocionales de cada votante —extraídas de su huella digital— y narrativas transmedia que construyan una mitología completa en torno a su figura.
En este futuro, la campaña electoral abandona el debate de políticas públicas para convertirse en un mercado de creencias. Los estrategas políticos no diseñarán programas, sino evangelios. El objetivo ya no será convencer, sino convertir. El riesgo inherente es la creación de cultos a la personalidad tan inmersivos y emocionalmente resonantes que la evidencia fáctica y el pensamiento crítico se vuelvan irrelevantes para sus seguidores. La lealtad política se transformará en una forma de fe inquebrantable.
La emergencia de "santos digitales" inevitablemente provocará una contrapartida: la creación de "demonios sintéticos". Si una campaña puede usar IA para deificar a su candidato, la oposición usará la misma tecnología para satanizar al rival. Podemos anticipar la proliferación de contenido falso diseñado para profanar la imagen del adversario, asociándolo con los tabúes más profundos de una sociedad: la herejía, la traición o la perversión.
Esta guerra iconográfica conducirá a una polarización aún más tóxica, donde los bandos no solo discrepan en ideología, sino que se perciben mutuamente como encarnaciones del mal. Para el ciudadano promedio, la tarea de discernir la verdad se volverá hercúlea. La desinformación no será un simple "hecho alternativo", sino una completa "realidad alternativa", visualmente indistinguible de la original. La confianza en las instituciones, los medios y la política misma podría colapsar bajo el peso de estas narrativas irreconciliables.
Frente a esta politización de lo sagrado, las religiones tradicionales enfrentan un dilema existencial. Como señaló un analista tras el respaldo de Trump al Cardenal Dolan, "no se quiere un papa que hable en nombre del emperador". Esta frase encapsula la tensión fundamental. Si las instituciones religiosas se alinean con estos movimientos políticos, arriesgan su universalidad y autoridad moral, convirtiéndose en capellanías de un partido. Si los confrontan, corren el riesgo de ser etiquetadas como enemigas por líderes que controlan poderosas maquinarias de propaganda.
La aparición de facciones como los "católicos MAGA" es un indicio de esta fragmentación. A largo plazo, podríamos ver un cisma donde segmentos de fieles abandonen las estructuras tradicionales para unirse a estas nuevas iglesias políticas sincréticas, que ofrecen una identidad tribal fuerte y respuestas simples en un mundo complejo. La fe, en lugar de ser un contrapeso al poder temporal, podría convertirse en su principal combustible.
El episodio del "Papa Trump" no es el fin de la historia, sino el prólogo de una nueva era. Las dinámicas históricas de fusión entre poder estatal y religioso, vistas desde el Imperio Romano hasta regímenes del siglo XX, encuentran en la IA un acelerante exponencial. La diferencia crucial es la escala, personalización y verosimilitud de la propaganda moderna.
El futuro no está escrito, pero las tendencias dominantes apuntan hacia una sacralización de la política y una politización de la fe. Los mayores riesgos son la erosión de una realidad compartida y la consolidación de democracias iliberales basadas en el culto al líder. La oportunidad latente reside en una ciudadanía que, consciente de esta manipulación, desarrolle nuevas formas de alfabetización digital y pensamiento crítico. La pregunta que queda abierta es fundamental para el siglo XXI: ¿cómo se distingue al líder del profeta, y al programa político del dogma, cuando la tecnología puede fabricar ambos con una verosimilitud abrumadora?